IDENTIDAD CATÓLICA |
Capítulo
Séptimo
SAN
JUAN CRISÓSTOMO Y SAN AMBROSIO CONDENAN A LOS JUDÍOS
Las primeras disensiones ocurridas en el bando arriano, fueron originadas
al parecer por las tendencias cada vez más moderadas de los obispos, que aunque
equivocados, lo estaban de buena fe; chocando, por lo tanto, con los
extremistas, indudablemente controlados por la quinta columna. Esto fue
debilitando la herejía en el Imperio Romano.
A la muerte de Juliano el ejército proclamó emperador al general
Joviano, católico, con lo que la ortodoxia casi dominó la situación.
El nuevo Emperador llamó a San Atanasio del destierro y lo nombró su
consejero, pero por desgracia murió inesperadamente Joviano al año siguiente,
siendo proclamado nuevo emperador Valentiniano I, que nombró regente de la
parte oriental del Imperio a su hermano Valente. Así, mientras Valentiniano I
se colocó en un plano de libertad religiosa, Valente, arriano apasionado, trató
de hacer resurgir esta herejía cuando menos en la parte oriental del Imperio.
Entre tanto los herejes aprovecharon la situación para seguir controlando las
tribus bárbaras germánicas, que fueron abrazando el arrianismo y con él, el
filojudaísmo.
Valente, al mismo tiempo que desató una nueva persecución contra los
católicos (San Atanasio, ya anciano, fue desterrado una vez más), procedió
–según lo afirma el historiador católico Teodoreto- a conceder toda clase de
garantías a los judíos y a los paganos; y no se contentó con perseguir a los
cristianos, sino que acosó a los arrianos moderados, quienes sin desearlo,
fueron echados en brazos de la Santa Iglesia.
El historiador hebreo Graetz coincide con lo anterior al señalar que
Valente:
“...era arriano, y había sufrido tanto por causa del poderoso partido católico, como para volverse intolerante. Protegió a los judíos, y les otorgó honores y distinciones”.
Es evidente que al volver a Oriente el resurgimiento arriano, éste
coincidió con las persecuciones en contra del catolicismo y con una situación
de privilegio al judaísmo.
A partir de Graciano, se inician unos años de lucha mortal entre paganos
y cristianos, con diversas alternativas, hasta que el general español Teodosio
obtuvo el poder imperial tanto en Oriente como en Occidente.
Teodosio el Grande asestó golpes mortales tanto al paganismo como al arrianismo. Este último había resurgido en Oriente bajo la protección de Valente. Teodosio dio al catolicismo el triunfo definitivo en el Imperio, siendo de esperarse que combatiera también al judaísmo; pero los hebreos supieron a tiempo ganarse hábilmente su tolerancia, al amparo de la cual comenzaron a extender de nuevo su influencia en la sociedad romana en forma tan peligrosa para la Santa Iglesia, que tanto San Ambrosio, Obispo de Milán, como Crisóstomo, otro de los grandes Padres de la Iglesia, vieron la necesidad de dirigir enérgica lucha contra los judíos y contra los cristianos que practicaban en secreto el judaísmo, lucha de la que nos da cuenta el historiador israelita Graetz, a quien dejaremos la palabra:
“En los sábados y festivales judíos, muchos cristianos,
especialmente del sexo femenino, señoras de alcurnia y mujeres de baja posición,
se reunían regularmente en las sinagogas. Ellos escuchaban con devoción el
toque de la trompeta en el día del Año Nuevo Judío, asistían al servicio
solemne en el Día de la Expiación, y participaban en la alegría de la Fiesta
de los Tabernáculos. Les atraía más el hecho de que todo esto tenía que
hacerse a espaldas de los sacerdotes cristianos y por el hecho de que tenían
que pedir a los vecinos que no los traicionaran. Fue en contra de ese voluntario
honor hecho por los cristianos a las instituciones judías, que Crisóstomo
dirigía la violencia de sus sermones capuchinos empleando toda clase de epítetos
duros contra ellos, y proclamando que las sinagogas eran escenarios infames,
cuevas de ladrones, y todavía peores cosas” (38).
Indudablemente que este gran Padre de la Iglesia dijo enormes verdes;
pero si las hubiera expresado en nuestros días, tanto los judíos como los clérigos
cristianos que les hacen el juego, lo habrían condenado por antisemita.
Por otra parte, se puede ver lo extendido que estaba ya, en la Roma de ecos tiempos, el núcleo de cristianos en apariencia, pero que en secreto practicaban el judaísmo, como nos lo dice Graetz. Es por ello natural que el gran Padre de la Iglesia, Crisóstomo, haya fulminado a estos falsos cristianos, ya que todavía no organizaba la Santa Iglesia la institución que había de combatirlos y perseguirlos, o sea, el Santo Oficio de la Inquisición.
San Ambrosio, Obispo de Milán, uno de los grandes santos y de los más ilustres Padres de la Iglesia, ejerció una decisiva influencia sobre los emperadores Graciano y Teodosio I. A él se debe principalmente el triunfo definitivo de la Iglesia Católica en el Imperio Romano y fue el más incansable y enérgico luchador de su tiempo contra la Sinagoga de Satanás. San Ambrosio condenó a los judíos en diversas ocasiones y trató de impedir que se fueran apoderando del Imperio Romano, como eran sus deseos. Les impidió que lograran destruir a la Santa Iglesia , sobre todo cuando el usurpador Máximo se adueñó temporalmente de medio Imperio, pues según la afirmación del propio San Ambrosio, Máximo era judío y había logrado ser coronado emperador de Roma, asesinando al muy católico Graciano.
Máximo, como era de esperarse, apoyó de nuevo a los judíos y a los
paganos que se agruparon a su alrededor, pero por fortuna fue derrotado por
Teodosio el año de 378, esfumándose las esperanzas que los hebreos acariciaban
de adueñarse esta vez del Imperio de los Césares.
Para darnos una idea de este fervor antijudío, así como de la santidad
de San Ambrosio, dejaremos hablar una vez más a ese historiador oficial y clásico
del judaísmo, que goza de tanto prestigio y autoridad en los medios hebreos,
Graetz, quien afirma indignado:
“Ambrosio de Milán era un oficial violento, ignorante de toda teología,
cuya violencia célebre en la Iglesia, lo había elevado al rango de Obispo...En
cierta ocasión, cuando los cristianos de Roma habían quemado una sinagoga y Máximo,
el usurpador, ordenó al Senado Romano reconstruirla a expensas del Estado,
Ambrosio lo llamó judío. Habiendo hecho quemar el Obispado de Calínico, en la
Mesopotamia del Norte, por los monjes, una sinagoga situada en tal distrito.
Teodosio le ordenó reconstruirla de nuevo por su cuenta y castigó a los que
habían participado en el acto (388). Ante esto la furia de Ambrosio fue
inflamada en forma más violenta, y en la carta que con tal motivo
envió al emperador, empleó términos tan agudos y
provocadores, que el monarca se vio obligado a revocar la orden. Ambrosio acusó
a los judíos de despreciar las leyes romanas y los ridiculizó mofándose de
ellos por el hecho de que no les estaba permitido colocar de entre ellos un
emperador o gobernador, ingresar al ejército o al senado, y ni siquiera
sentarse a la mesa de los nobles; los judíos sólo servían pues, para que se
les cobraran fuertes impuestos” (39).
Además de cosas interesantísimas, el destacado israelita Graetz nos
narra algo de capital importancia, o sea, que San Ambrosio debió su
encumbramiento a la dignidad episcopal “a su fama de ser violento”,
violencia que luego, el mismo Graetz, explica con hechos que prueban su energía
en combatir al judaísmo. En realidad, como luego iremos confirmando, en las épocas
de apogeo de la Santa Iglesia –como aquella de los tiempos de San Ambrosio-
las jerarquías de la misma elegían de entre aquellos que más celo y más
energía ponían en defender a la Iglesia, sobre todo del judaísmo, su
principal enemigo. Eso explica, precisamente, el apogeo del catolicismo en tales
períodos, ya que una jerarquía combativa y consciente del enemigo que tiene
que afrontar, garantiza las posibilidades de triunfo mientras que una jerarquía
poco luchadora o ignorante del verdadero peligro, coincidirá exactamente con
las épocas de debilidad y decaimiento de la Santa Iglesia. La época de San
Atanasio y los triunfos arrianos coincide con el hecho indudable de que las
jerarquías de la Iglesia son acaparadas por tibios y hasta por miembros de la
quinta columna; en este período los verdaderos defensores de la Iglesia son
hecho s a un lado, despreciados y hasta perseguidos, como ocurrió con Atanasio
el gran Padre de la Iglesia y con todos los obispos y clérigos que lo seguían.
Así está ocurriendo en algunos lugares actualmente, en donde muchísimos
clérigos y jerarcas religiosos que han destacado por su fidelidad a Cristo y
por su energía en la defensa de la Santa Iglesia se ven separados, humillados y
hasta perseguidos por otros clérigos que, haciéndole el juego al comunismo o a
la masonería y sirviendo a los intereses del judaísmo, tratan de acaparar las
vacantes de obispos y de cardenales, como lo hacían sus antecesores de los
tiempos de Arrio.
Esta maniobra oculta es la que ha facilitado los triunfos masónicos y
comunistas que ya parecen incontenibles.
Por medio de esta táctica oculta de calumniar a los buenos y hacerlos a
un lado, para luego organizar con los malos una labor de acaparamiento de las
dignidades eclesiásticas –por fortuna sin éxito en muchos lugares, pero con
éxito completo en otros-, ha podido la quinta columna en estos últimos años
ir controlando posiciones que, aunque minoritarias, por ahora, son decisivas
dentro del clero de la Santa Iglesia, y constituyen la causa principal de que en
algunos países, una parte más o menos considerable del clero católico, haya
apoyado los movimientos revolucionarios masónicos o comunistas y debilitado por
completo las defensas de los gobiernos católicos o cuando menos patriotas, al
privarles del apoyo de grandes sectores del catolicismo, inconscientemente
sumados a las revueltas masónicas o comunistas.
El caso reciente de Cuba, en América, es muy elocuente al respecto y
debería servirnos a todos de motivo para una profunda meditación y estudio,
porque representa un hecho típico en que el comunista y perseguidor de la
Iglesia, Fidel castro, fue protegido por obispos católicos cuando estuvo a
punto de sucumbir, siendo apoyado su movimiento revolucionario por clérigos y
obispos, con entusiasmo y fervor dignos de mejor causa. Esta circunstancia fue,
principalmente, la que inclinó al pueblo cubano, profundamente ortodoxo, a
sumarse sin reserva a la causa del caudillo comunista, dándole el triunfo con
el resultado desastroso que todos conocemos.
Es natural que San Ambrosio, Obispo de Milán y gran caudillo de la
Iglesia en esos tiempos, se indignara porque Teodosio permitía a los judíos
burlar las leyes romanas que le prohibían ingresar al Senado, al ejército y a
los puestos de gobierno, pues bien se daba cuenta del grave mal que podían
causar a la Cristiandad y al Imperio si se adueñaban del gobierno. Es preciso
recordar también un hecho muy importante: los judíos, como iniciadores y
propagadores de la herejía arriana, eran aliados incondicionales de los
arrianos; y afiliados a esta secta, estaban los bárbaros germanos de las
regiones fronterizas, quienes en su mayoría, lo que ya no era un secreto,
ambicionaban invadir el Imperio Romano y conquistarlo. Pero es indudable que si
San Ambrosio y San Juan Crisóstomo de Antioquía hubieran vivido en nuestra época,
los judíos y sus satélites en la Cristiandad les habrían lanzado la acusación
de ser nazis y discípulos de Hitler, como lo hacen con todos los fervientes católicos
que tratan de defender actualmente a la Iglesia de la amenaza judaica. Al
efecto, refiriéndose el hebreo Graetz al papel desempeñado por San Ambrosio y
San Juan Crisóstomo en ese período, en relación con la lucha implacable
sostenida por la Santa Iglesia contra los judíos, dice a la letra:
“Los principales fanáticos en contra de los judíos en este período,
fueron Juan Crisóstomo de Antioquía y Ambrosio de Milán, quienes los atacaron
con gran ferocidad” (40).
Pro antes de que la Santa Iglesia lograra su triunfo definitivo sobre la
Sinagoga de Satanás y el arrianismo, tuvo que atravesar momentos tan críticos
como los de nuestros días, de los cuales nos da una elocuente muestra esa
famosa carta firmada por plumas tan autorizadas en el catolicismo como son las
de treinta y tres de sus más distinguidos obispos, entre los cuales se contaban
Melesio de Antioquía, primer presidente del Concilio Ecuménico de
Constantinopla; San Gregorio Nacianceno, gran Padre de la Iglesia, que presidió
dicho Concilio Ecuménico al morir Melesio; San Basilio, también Padre de la
Iglesia y otras personalidades destacadas por su fama y santidad. De dicha carta
insertaremos literalmente los siguientes párrafos:
“Se trastornan los dogmas de la religión; se confunden las leyes de
la Iglesia. La ambición de los que no temen al Señor salta a las dignidades, y
se propone el episcopado como premio de la más destacada impiedad, de suerte
que a quien más graves blasfemias profiere, se le tiene por más apto para
regir al pueblo como obispo. Desapareció la gravedad episcopal. Faltan pastores
que apacienten con ciencia el rebaño del Señor. Los bienes de los pobres son
constantemente empleados por los ambiciosos para su propio provecho y regalos
ajenos. Oscurecido está el fiel cumplimiento de los cánones...Sobre todo eso ríen
los incrédulos, vacilan los débiles en la fe, la fe misma es dudosa, la
ignorancia se derrama sobre las almas, pues imitan la verdad los que mancillan
la palabra divina en su malicia. Y es que las bocas de los piadosos guardan
silencio...” (41).
En realidad, lo dicho en esta memorable carta por los santos obispos
antes mencionados puede aplicarse a lo que ocurre actualmente en algunas diócesis,
aunque por fortuna no en todas. Sin embargo, hay diócesis –sobre todo
aquellas en que domina la quinta columna- en que los prelados filosemitas en
extraño contubernio con la masonería y el comunismo, hacen labor para adueñarse
impúdicamente de los obispados, tal como lo señalan los santos citados. Se
mezclan en asuntos internos de otra diócesis en donde hay obispos virtuosos,
solamente esperando la muerte de éstos para hacer toda clase de gestiones en
Roma y lograr, por medio de engaños y artificios, acaparar la sucesión de la
diócesis vacante, no para los más aptos, sino para los cómplices de la quinta
columna. De esta forma pisotean los derechos de quienes por su virtud y sus méritos
deberían ocupar tales obispados.
Pero en aquella época esos santos, ahora canonizados por la Iglesia,
lograron salvar la situación. Hicieron a un lado falsas prudencias y cobardías,
se enfrentaron con resolución a las fuerzas del mal y las desenmascararon públicamente,
y denunciaron también todas esas lacras, como lo vemos con la Iglesia, el
silencio de los buenos facilita la victoria de los malos. El resultado de tan
clara como enérgica actitud fue el triunfo de la Santa Iglesia sobre el judaísmo,
el paganismo, el arrianismo y demás herejías.
Los santos que salvaron al cristianismo en tan difíciles tiempos
tuvieron que sufrir un doloroso calvario, no sólo de parte del judaísmo –al
cual con tanta resolución combatieron-, sino que aquéllos que desde dentro del
clero estaban sirviendo a sus intereses, consciente o inconscientemente. Ya
vimos que San Atanasio fue
perseguido por los obispos adictos a la herejía del hebreo Arrio, por
emperadores que fueron influenciados por la misma y hasta por dos concilios de
la Iglesia. Estos concilios fueron convocados con la idea de salvar al
catolicismo pero se convirtieron en verdaderos conciliábulos, una vez que los
arrianos los dominaron y utilizaron en contra de la ortodoxia.
Para completar el cuadro de lo que tuvieron que sufrir esos santos, que
como Juan Crisóstomo, gran Padre de la Iglesia, se enfrentaron con energía y
resolución al judaísmo y a la herejía, transcribiremos lo que los referidos
biógrafos del santo dicen textualmente, y que citan como fuentes al propio Crisóstomo
y a los historiadores católicos Juan Casiano, Martirio y otros:
“Lo sorprendente y maravilloso, para nosotros como para Juan Casiano
y el oscuro panegirista del siglo VII, Martirio, es que (San Juan Crisóstomo)
no fue condenado al destierro y, en definitiva, a muerte por ningún
lugarteniente de Decio o Diocleciano, sino por una pandilla de obispos,
ambiciosos o resentidos...Unos obispos, por otra parte, que a par que insinúan
al débil Arcadio y a la furibunda Eudoxia que Juna es reo de lesa majestad
–lo que era pedir no menos que su cabeza- protestan que en eso no pueden ellos
intervenir y allá el emperador sabrá qué haya de hacer en el caso, nada leve
por cierto. ¿Y cómo no recordar las terribles escenas de cesárea de
capadocia, cuando por allá pasa el santo camino del remoto Cocuso, extenuado,
agotado, delirante por la altísima fiebre, y está a punto de ser despedazado
por una horda (así los llama él mismo) de monjes salvajes, azuzados por el
obispo, terror que son de la misma guardia que conduce al pobre desterrado? Y
mientras el pueblo llora, demostrando que era mejor que sus pastores, la envidia
del obispo local persigue sañudamente al obispo proscrito hasta en el refugio
que le ofrece la caridad magnánima de una noble matrona, y le obliga a
emprender la marcha en noche sin luna, por entre ásperos senderos de montaña...”
(42).
Estos fueron los hombres que engrandecieron al cristianismo, que lo
hicieron triunfar y los que salvaron a la Santa Iglesia de todas las acechanzas
de sus enemigos externos e internos. Este mismo tipo de católicos, clérigos y
seglares, son los que se necesitan en la actualidad para salvar a la
Cristiandad y a toda la humanidad amenazadas por el comunismo, la masonería y
la Sinagoga de Satanás, que dirige toda la conspiración.
VERDADERA SANTIDAD Y FALSA SANTIDAD
Los altos jerarcas de la Iglesia y los dirigentes políticos seglares que
luchen por salvar al cristianismo en trances tan difíciles, deberán estar
resueltos no sólo a sufrir agresiones de todo género por parte de las fuerzas
revolucionarias del judaísmo, sino también de los sucesores de Judas
Iscariote, que dentro del respetable clero están haciendo el juego, en una
forma o en otra, a las fuerzas de
Satanás. Esos nuevos Judas has usurpado, con osadía, altos rangos de la Santa
Iglesia y desde ahí podrán lanzar los ataques más tremendos, más demoledores
y más dolorosos en contra de los que luchan en defensa de la Cristiandad y de
sus naciones gravemente amenazadas. Que Dios Nuestro Señor dé fe, fortaleza y
perseverancia a quienes imitando a Cristo, estén dispuestos a tomar su cruz y
seguirlo en esta hora decisiva para los destinos del mundo.
Esta es la verdadera santidad que Cristo definió diciendo: “¿Quieres
salvarte? Guarda los mandamientos. ¿Quieres llegar a la perfección (santidad?
Déjalo todo, toma tu cruz y sígueme”. La santidad definida por Cristo es
enuncia de todo, riquezas, diversiones, etc., para tomar la cruz y seguirlo en
la lucha contra el mal. La vida pública de Cristo fue de prédica y de una
lucha constante y enérgica contra la Sinagoga de Satanás y contra el pecado y
el mal en general, practicando la virtud en grado sumo.
La verdadera santidad radica en imitar a Cristo en todo, tal como lo
hicieron San Juan Crisóstomo, San Atanasio y los otros santos de la
Cristiandad. La santidad requiere la práctica de la virtud en grado heroico;
cualquier otra santidad distinta de la definida por Cristo Nuestro Señor es una
falsa santidad farisaica, inventada por ciertos clérigos y ciertas
organizaciones que adulan a los incautos haciéndoles creer que se pueden hacer
santos fácil y cómodamente e incluso amasar fortunas personales, con el fin
–oculto, por cierto- de convertirlos en satélites espirituales y sobre todo
de impedir que participen activamente en las luchas que libren los patriotas de
los países católicos para salvar a su nación de la conquista judía, de los
progresos del comunismo y de una revolución roja que reduzca a tales incautos a
la esclavitud, expropiándoles todos sus bienes.
Por otra parte, Cristo Nuestro Señor –al luchar activamente contra
Satanás y su Sinagoga y contra el mal en general- asumió una actitud
“anti-Satanás”, “anti-Sinagoga de Satanás” y ¡anti-mal” en general.
La novedosa actitud de ciertos clérigos y seglares que dicen condenar todos los
“antis” además de ser notoriamente herética (porque hipócritamente,
aunque sin decirlo expresamente, condena al mismo Cristo, que sostuvo una
actitud “anti” en los terrenos antes mencionados) tiene el propósito de
paralizar la lucha anticomunista, ya que ésta va en contra del imperialismo
judaico. Es indispensable que en esta batalla anticomunista colaboren
activamente las mayorías populares como único medio de evitar que la nación
entera caiga en las garras de la horrible esclavitud comunista. Por otra parte,
es sumamente sospechoso que estos clérigos y seglares que dicen condenar todos
los “antis”, un buen día lancen ataques o permitan –sin luego
condenarlos- que otros miembros de su organización los lancen, precisamente, en
contra de los libros, caudillos u organizaciones patrióticas que heroicamente
están luchando por impedir que sus naciones caigan en las garras del judaísmo
y del comunismo. Al incurrir en esta contradicción, las personas honradas,
patriotas y bien intencionadas que con engaños han caído bajo la influencia y
en las redes de esas hermosas organizaciones erigidas para atraparlos, deberán
abrir los ojos y darse cuenta del hábil engaño de que han sido objeto y
liberarse de la influencia espiritual y social de esos fariseos, que cual
sepulcros blanqueados ocultan su complicidad con la Sinagoga de Satanás bajo la
falsa apariencia de una ostentosa y farisaica piedad religiosa y de un hipócrita
y falso apostolado cristiano (43).
Capítulo Octavo
SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA VENCE A NESTORIO Y EXPULSA A LOS JUDÍOS
A la muerte de Teodosio I heredaron el trono del Imperio ya dividido, sus
hijos Honorio en Occidente y Arcadio en Oriente. Su política fue débil frente
al enemigo judío, debido a que desatendieron por completo las normas de lucha
enérgica preconizadas por San Juan Crisóstomo y San Ambrosio. Es más, en
Oriente, Arcadio se rodeó de consejeros venales que vendieron su protección a
los hebreos Rufino y Eutropio, quienes según Graetz:
“...eran
extremadamente favorables a los judíos. Rufino amaba el dinero y los judíos
habían descubierto ya el mágico poder del oro para suavizar los corazones
endurecidos. Debido a eso, varias leyes favorables a ellos fueron
promulgadas”.
Entre estas leyes está la que revalidó y confirmó la promulgada por
Constancio, de la cual dice Graetz:
“...los
patriarcas y también todos los oficiales religiosos de la Sinagoga fueron
exentos de la fuerte carga de la magistratura, al igual que el clero
cristiano” (44).
Lo que el famoso historiador israelita Graetz recalca aquí, es
verdaderamente de capital importancia, porque demuestra que los judíos habían
ya descubierto el poder del oro para sobornar a los dirigentes cristianos y
gentiles, aunque en realidad ya lo habían descubierto mucho antes, como lo
demuestran el hebreo Simón el Mago que quiso sobornar al mismo San Pedro, y los
dirigentes judíos que lograron comprar a uno de los doce apóstoles para que
entregara a Jesús. En el curso de la historia, los hebreos han utilizado sistemáticamente
el poder del oro para comprar a dirigentes políticos y religiosos, con el fin
de obtener una política favorable al judaísmo. Con tal procedimiento, los
sucesores de Judas Iscariote han causado graves estragos a la Santa iglesia y a
la humanidad; y esos dirigentes que se venden por dinero o por obtener o
conservar posiciones son, en gran parte, los responsables del desastre que
tenemos en puerta.
La protección en Oriente y la tolerancia en Occidente, permitieron a los
judíos adquirir bastante fuerza, sumamente peligrosa si se toma en cuenta que
eran enemigos tradicionales de la Iglesia y del Imperio. Incluso en los tiempos
modernos existen testimonios hebreos de ese odio que sienten los judíos por la
antigua Roma.
En el Imperio de Oriente, Teodosio II, sucesor de Arcadio, se dio cuenta
a tiempo del peligro y tomó una serie de medidas para conjurarlo, combatiendo
la amenaza judía en distintas formas. Sin embargo, los historiadores judíos
califican siempre esas medidas de defensa de los Estados cristianos, de
persecuciones provocadas por el fanatismo y antijudaísmo del clero católico.
El judío Graetz, hablando de estos acontecimientos, señala que:
“Para
el judaísmo, la Edad Media empieza en realidad con Teodosio II (408-450), un
Emperador bien dotado pero dirigido por los monjes, cuya debilidad dio impunidad
al celo fanático de algunos obispos y ofreció construir nuevas sinagogas,
ejercer el oficio de jueces entre los litigantes judíos y cristianos y poseer
esclavos cristianos; y también contenían otras prohibiciones de menor interés.
Fue bajo este Emperador que el Patriarcado finalmente cayó...” (45).
El Patriarcado fue una institución que constituyó durante mucho tiempo
la jefatura del judaísmo en todo el Imperio Romano y en otras muchas partes;
tenía su sede en Jerusalén.
Lo que no indica Graetz es la razón que tuvo el clero católico para
reaccionar en forma tan violenta contra los judíos; aquí como en todos los
casos, los historiadores judíos dan cuenta de las medidas que toma la Santa
Iglesia o los monarcas cristianos en contra de ellos, pero nunca mencionan los
motivos que los hebreos dieron para provocar esas reacciones.
En la lucha de la Iglesia contra el judaísmo en el siglo V, es preciso
mencionar la decisiva intervención de San Cirilo de Alejandría, que estaba
siendo el alma de la defensa en contra de una nueva herejía, dirigida por
Nestorio, y que estuvo a punto de desgarrar a la Iglesia como lo había hecho la
herejía arriana.
San Cirilo, Patriarca de Alejandría en esos momentos, desempeñó en la
lucha contra el nestorianismo el mismo papel que años antes representara el
gran padre de la Iglesia San Atanasio en la lucha contra el arrianismo; y como
este último, también San Cirilo tomó parte muy activa en la defensa contra el
judaísmo, condenando a los hebreos en diversas ocasiones y combatiendo todas
sus perversas maquinaciones.
La herejía de Nestorio dividió también al episcopado, pues varios
obispos hicieron causa común con el Patriarca hereje de Constantinopla, pero
San Cirilo, después de prolongada lucha, logró obtener la condenación de
Nestorio por Su Santidad el Papa; y posteriormente, reunido el Concilio Ecuménico
III de Efeso, los obispos herejes fueron totalmente derrotados, triunfando la
catolicidad. Por supuesto que el alma de dicho concilio fue San Cirilo de
Alejandría quien, todavía después del mismo, tuvo que seguir luchando contra
los restos de la herejía hasta lograr su aniquilamiento.
Para conocer con claridad la actitud de San Cirilo hacia los judíos, nos
referimos a las palabras del historiador israelita Graetz, que representa
fielmente el sentir de los judíos hacia los Padres y santos de la Iglesia:
“Durante
el reinado de Teodosio en Oriente y de Honorio en Occidente, Cirilo, Obispo de
Alejandría, notable por su afición a la riña, por su violencia y su
impetuosidad, había tolerado que se maltratara a los judíos y los echó de la
ciudad. Reunió una turba de cristianos y, con su excesivo fanatismo, los incitó
contra los judíos; entró por la fuerza en la sinagogas, de las cuales tomó
posesión para entregarlas a los cristianos, y expulsó a los habitantes judíos,
semidesnudos, de la ciudad que ellos habían llegado a ver como su hogar. Sin
reparar en medios, Cirilo entregó sus propiedades al pillaje de la turba
siempre sedienta de saqueo”.
(46)
A su vez, la citada “Enciclopedia Judaica castellana” en el vocablo
respectivo dice:
“Cirilo
(San), de Alejandría, patriarca (376-444). Fue prácticamente dueño y señor
de Alejandría, donde atemorizó a la población no cristiana. En 415 ordenó la
expulsión de los judíos, pese a las protestas de Orestes, prefecto imperial”
(47).
Todas las Historias de la Iglesia coinciden en afirmar que aunque San
Cirilo era un hombre de lucha, era de carácter moderado y conciliador; un
hombre virtuosísimo en toda la extensión de la palabra, pro lo cual mereció
ser canonizado.
Lo que los historiadores hebreos –tan venerados en los medios judíos,
como Graetz- o las enciclopedias oficiales del judaísmo dicen de todos aquellos
que se atreven a luchar en contra de la acción destructora de los israelitas,
da una idea de los extremos a que llegan para desprestigiar y enlodar la memoria
de los más insignes santos de la Iglesia. Eso de que San Cirilo expulsó de
Alejandría semidesnudos a los judíos y de que entregó sus bienes al pillaje
de las turbas, es inverosímil para todos los que conocen bien la historia de
San Cirilo. Lo que ocurrió, en realidad, fue que desde hacía mucho tiempo
Alejandría se había convertido en el principal centro de conspiración judaica
contra la Santa Iglesia y contra el Imperio. Esta ciudad había sido el
principal centro del gnosticismo judaico y de ella irradiaban toda clase de
ideas disolventes en contra del orden establecido, por lo que no es de extrañar
que San Cirilo, consciente de lo que significaba la amenaza judía, haya
resuelto extirpar con energía ese tumor canceroso, expulsando a los judíos de
la ciudad, como después lo tendrían que hacer en diversos países otros
prelados defensores de la Cristiandad.
Conociendo los antecedentes y la irreprochable conducta de este santo de
la Iglesia, es más creíble que haya tomado las precauciones debidas para que
esa expulsión se realizara en términos humanos, desaprobando cualquier exceso
o abuso cometido por las masas indignadas de la población, lógicamente
exacerbadas ante la perfidia judía.
Continúa el historiador judío Graetz narrando los cruentos episodios de
esa terrible lucha librada por San Cirilo y los cristianos contra los judíos.
Entre otras cosas, asegura Graetz:
“El
prefecto Orestes, que tomó mucho a pecho el bárbaro trato dado a los judíos,
carecía sin embargo de fuerza para protegerlos; todo lo que fue capaz de hacer
fue lanzar una acusación en contra del obispo (San Cirilo), pero éste ganó la
causa en la Corte de Constantinopla. Lo que ocurrió en Alejandría, después de
la expulsión de los judíos, demuestra lo grande que era el fanatismo de este
obispo. No lejos de la ciudad había una montaña llamada Nitra, donde habitaba
una Orden de monjes cuya ansia de ganar la corona del martirio los había
convertido casi en animales feroces. Azuzados por Cirilo, estos monjes se
echaron encima de Orestes y lo apedrearon hasta dejarlo casi muerto, como un
castigo por no haber aprobado la expulsión de los judíos. Fue este mismo grupo
fanático el que descuartizó el cuerpo de la célebre filósofa Hipatia, que
había asombrado al mundo por su profunda ciencia, su elocuencia y su pureza”
(48).
El clero católico de esa época, consciente de lo que significaba el
terrible problema judío, conocedor a fondo de las conspiraciones hebreas contra
la Iglesia y el Imperio y como buen pastor de sus ovejas, se lanzó sin titubeos
a defenderlas de las asechanzas del lobo; pero los judíos en sus Historias
exageran siempre lo ocurrido, interpolando pasajes espeluznantes, tendientes a
desprestigiar al catolicismo y a los santos que defendieron a la Iglesia. Además,
como hemos visto, todas estas narraciones expuestas en términos exagerados e
impresionantes, sirven a los hebreos para educar a sus juventudes, inculcándoles
desde temprana edad un odio satánico contra la Iglesia y su clero, así como
una sed implacable de venganza, que en la primera oportunidad que se presenta se
manifiesta en quemas de conventos, destrucción de iglesias, matanzas crueles de
sacerdotes y toda clase de desmanes en contra de los cristianos.
Es indudable que si San Cirilo hubiera vivido en nuestros tiempos, no sólo
hubiera sido condenado por antisemita, sino hasta hubiera sido declarado
criminal de guerra y condenado a muerte por el Tribunal de Nuremberg u otra cosa
por el estilo.
Los judíos se creen con derecho de conspirar contra los pueblos, de
ensangrentarlos con guerras civiles, de cometer crímenes y toda clase de
maldades sin recibir el merecido castigo, pero cuando alguien con la energía de
San Cirilo reprime y castiga justamente sus desmanes y delitos, lo llenan de
improperios y tratan de desprestigiarlo en vida, sin perdonarlo tampoco después
de muerto, tal como ocurre con este insigne santo de la Iglesia Católica.
Es interesante conocer la descripción de Graetz sobre cómo festejaban
los israelitas, en tiempos de San Cirilo de Alejandría, la festividad del Purim
de la Reina Esther:
“Este
día los judíos en medio de su alegría, acostumbraban ahorcar sobre un tablado
la figura de Amán, su archienemigo, y el patíbulo, que quemaban a continuación,
tomaba accidental o intencionadamente la forma de una cruz. Naturalmente los
cristianos se quejaron de que su religión era profanada; y el Emperador
Teodosio II ordenó al gobernador de la provincia poner un hasta aquí a tan mal
comportamiento, bajo la amenaza de severos castigos, sin haber logrado sin
embargo, evitar tales actos. En una ocasión, esta alegría de carnaval, según
se dice, tuvo horribles consecuencias. Los judíos de Imnestar, una pequeña
población de Siria situada entre Antioquía y Calcis, habiendo levantado uno de
estos patíbulos para Amán, fueron acusados por los cristianos de haber colgado
a un niño cristiano, crucificándolo en él y habiéndolo azotado hasta
matarlo. Por ello el Emperador ordenó, en el año 415, que los culpables fueran
castigados” (49).
¡A
esto llama alegría y diversión carnavalesca el tan célebre y autorizado
historiador israelita Graetz, tan respetado en los medios judíos!
Es fácil suponer la indignación provocada entre los cristianos por
semejante conducta judía y hasta el amotinamiento de las masas del pueblo,
similar al que se provocaría actualmente en la Unión Soviética y demás países
satélites con los sacrificios, blasfemias y asesinatos políticos que comenten
los judíos comunistas, si no fuera porque éstos tienen ya, en los lugares,
esclavizados a los cristianos e incapacitados para defenderse.
Las sinagogas, a diferencia de los templos de otras religiones, no se han
reducido a rendir culto a Dios, sino que son lugares de reunión para discutir y
aprobar resoluciones políticas y son los principales centros de conspiración
de los judíos.. Desde las sinagogas traman toda clase de medidas tendientes a
conquistar a los pueblos que benévolamente les dieron hospitalidad. Ahí
planean también las actividades de extorsión económica encaminadas a despojar
a los cristianos y gentiles de sus riquezas, que los hebreos creen que les
pertenecen por derecho divino. Con cuánta razón afirmó el gran Padre de la
Iglesia, San Juan Crisóstomo, que las sinagogas eran “escenarios infames y cuevas de ladrones e incluso
cosas peores”. Es, pues,
comprensible que el clero católico de esa época –consciente del peligro que
representaban para la Cristiandad y para el Imperio- tratara de clausurar esos
centros de conspiración y de maldad.
Entre las acciones del clero dirigidas a tal objeto, además de las ya
referidas, es interesante citar lo ocurrido en la isla de Menorca, entonces
posesión romana, donde nos dice Graetz que:
“Severo,
el obispo de ese lugar, quemó sus sinagogas y arrasó a los judíos con ataques
en las calles, hasta que obligó a muchos de ellos a abrazar el cristianismo”
(50).
Esta última medida constituyó un gravísimo error, porque como ya antes
señaló el famosos historiador israelita Cecil Roth, estas conversiones fueron
fingidas y los judíos, en secreto permanecieron adictos a su vieja religión,
viniendo a aumentar el número de judíos subterráneos que, practicando en público
la religión cristiana, contituían en el seno de la Santa Iglesia la quinta
columna hebrea, autora de la mayor parte de las herejías a las cuales prestaba
todo su apoyo e impulso.
Otro notable adversario de los judíos, en esta etapa, fue el célebre
asceta San Simón Estilita, bien conocido por la rigurosísima penitencia que
observó toda su vida, sentado sobre una columna durante varios años, mortificándose
y haciendo penitencia para convertir al cristianismo a varias tribus nómadas
procedentes de Arabia; y por su santidad llegó a ser muy venerado del emperador
Teodosio II, ante el cual Simón siempre intercedía por todos los perseguidos.
En las controversias de la Iglesia Católica con los herejes, llegó a ejercer
su influencia en favor de la ortodoxia.
¡Qué tan grandes serían las maldades de los judíos y las conjuras de
sus sinagogas que este hombre todo caridad y tolerancia, conciliador en extremo,
amparo de los perseguidos, santo canonizado por la Iglesia, famoso por su
penitencia y dechado de virtudes, tratándose del judaísmo hizo una excepción
en su vida apacible, para intervenir enérgicamente en la decisiva lucha que
libraba contra la Sinagoga de Satanás!.
En relación con este santo, señala Graetz, que cuando los cristianos de
Antioquía quitaron por fuerza a los judíos sus sinagogas en venganza de la
muerte infligida por los judíos al niño cristiano de Imnestar, durante la
fiesta del Purim, el prefecto de Siria notificó al emperador de este despojo de
sinagogas en forma tan impresionante, que logró que Teodosio II, a pesar de su
“fanatismo frailuno”, ordenara a los habitantes de Antioquía la devolución
de las mismas, cosa que indignó mucho a San Simón Estilita.
Así se expresa sobre el particular, el famoso historiador hebreo Graetz:
“Pero
esta decisión fue denunciada por Simón Estilita, quien llevaba una vida de
riguroso ascetismo en una especie de establo no lejos de Antioquía. Desde lo
alto de su columna, él había renunciado al mundo y sus costumbres, pero su
odio a los judíos fue, sin embargo, suficiente para obligarlo a inmiscuirse en
asuntos terrenos. Apenas tuvo conocimiento de la orden de Teodosio relativa a la
devolución de las sinagogas robadas, le dirigió al Emperador una carta
insultante, informándole que él reconocía solamente a Dios y a nadie más
como amo y Emperador, y pidiéndole que revocara el edicto. Teodosio no pudo
resistir semejante intimidación, revocando su orden en el año 423 e incluso
quitando de su cargo al prefecto sirio que había levantado su voz en favor de
los judíos” (51).
Lo expuesto en los anteriores capítulos, nos muestra la clase de clero y
de santos de la Iglesia que hicieron posible el triunfo del cristianismo frente
a los enemigos mortales de la Iglesia y de la humanidad. El presente Concilio
Ecuménico Vaticano II brindará una gran oportunidad para lograr que nuestro
clero actual se vaya poniendo a la altura del que en aquellos tiempos pudo
salvar a la Santa Iglesia, en medio de tantas catástrofes, y la hizo prevalecer
frente a tantos enemigos. Esto es urgentísimo en vista de que el peligro
comunista que amenaza con arrasarlo todo, sólo podrá ser conjurado si esa
moral combativa y ese espíritu de sacrificio que caracterizaron a las jerarquías
católicas durante los primeros siglos del cristianismo, vuelve al clero de la
Santa Iglesia y a los dirigentes seglares. Si no se logra una reacción enérgica
en este sentido, es posible que Dios nos castigue con el triunfo mundial del
comunismo y la consiguiente catástrofe para la Cristiandad.
SAN AGUSTÍN, SAN JERÓNIMO Y OTROS PADRES DE LA IGLESIA CONDENAN A LOS
JUDÍOS
San Jerónimo, gran Padre de la Iglesia, en sus deseos de estudiar la
Biblia en sus mismas fuentes, se empeñó en conocer a fondo el hebreo, por lo
cual entró en contacto con judíos tan destacados como Bar Chanina; pero a
pesar de la amistad personal que tuvo el santo con distinguidos hebreos, su
actitud hacia el judaísmo era de franco repudio.
Lo mismo puede decirse del ilustrísimo Padre de la Iglesia, San Agustín,
Obispo de Hipona.
Se utilizarán como información, los textos de autores hebreos, de
indiscutible autoridad en los medios judíos, para evitar que puedan tacharse de
antisemitas estas fuentes. Con respecto a San Jerónimo y a san Agustín, dice
expresamente el historiador israelita Graetz, refiriéndose en primer término a
San Jerónimo:
“Habiéndole
reprochado sus enemigos de estar contaminado de herejía en relación con sus
estudios judaicos, (Jerónimo) los convenció de su ortodoxia haciendo valer su
odio a los judíos. `Si fuere requisito despreciar a los individuos y a la
nación, yo aborrezco a los judíos con un odio difícil de expresar´ .
Pero Jerónimo no era el único que opinaba de esta manera, ya que sus opiniones
eran compartidas por un contemporáneo más joven, Agustín, el Padre de la
Iglesia. Esta profesión de fe, concerniente al odio hacia los judíos, no era
una opinión privada de un escritor aislado, sino el oráculo para toda la
Cristiandad, que presurosa aceptó los escritos de los Padres de la Iglesia, que
fueron reverenciados como santos. En tiempos posteriores, esta profesión de fe,
armó a los reyes, al populacho, a los cruzados y a los pastores (de almas),
contra los judíos, que inventaron los instrumentos para su tortura, y
construyeron las hogueras fúnebres para quemarlos”
(52).
Así resume Graetz la política seguida por la Santa Iglesia y por la
Cristiandad en contra del judaísmo durante más de mil años, pero lo que
naturalmente oculta es cuáles fueron las causas que obligaron a la Iglesia, a
los Papas y a los concilios a tener que aprobar ese tipo de defensa.
Los que vieron o sufrieron en carne propia las matanzas de cristianos y
los que fueron testigos de profanaciones de iglesias, realizadas tanto por
paganos como por herejes a instigaciones de los hebreos; los que de igual modo
presenciaron matanzas y persecuciones, personalmente cometidas por los judíos y
los que en la actualidad sabemos de los crímenes cometidos por los israelitas
en la Rusia soviética y países comunistas, sí podemos entender que tanto la
Santa iglesia como el resto de las instituciones amenazadas, tengan el derecho
de defenderse de un enemigo tan extraordinariamente avieso y criminal. También
entendemos que la humanidad y la religión, al verse ante tal peligro, echen
mano de medidas tan extraordinarias como la maldad del enemigo las haga
necesarias.
Capítulo Noveno
INVASIÓN DE LOS BÁRBAROS: TRIUNFO ARRIANO-JUDÍO.
El prestigiado historiador hebreo Narcisse Leven, en su obra titulada:
“Cincuenta años de historia: La Alianza Israelita Universal” –a la
que después nos referiremos más ampliamente-, señala entre otras cosas que al
triunfar la iglesia en el Imperio Romano y convertirse en la religión oficial,
“dirige la fuerza del Imperio contra los judíos”, persiguiendo tanto a los
judíos públicos en su religión, como a los convertidos al cristianismo por
las aguas del bautismo, añadiendo:
“El
`jus honorem´ les es quitado; aun los bautizados son excluidos de las funciones
superiores y de la carrera militar; les es prohibido bajo pena de muerte tener
comercio con los cristianos, poseer esclavos aun paganos... Justiniano va tan
lejos como a rehusar toda fuerza al testimonio de los judíos contra los
cristianos delante de los tribunales...”
diciendo el escritor israelita, finalmente, que estas disposiciones “...fueron
recopiladas en los Códigos de Teodosio II y de Justiniano, siendo derribadas
con la invasión de los bárbaros. El Imperio de Oriente las conserva y las
renueva...en el Imperio de occidente la invasión de los bárbaros detiene la
persecución” (53).
Lo más interesante de la legislación de la Roma católica, estriba en
que los jerarcas del Imperio y de la Santa Iglesia aprobaron excluir de las
funciones superiores y de la carrera militar no sólo a los judíos declarados
como tales, sino también a los bautizados. Quiere decir que a los judíos
convertidos al cristianismo y a sus descendientes, unos y otros bautizados, se
les segregó de los puestos dirigentes del Estado y del ejército. La razón de
tales medidas queda patente, si se toma en cuenta que otros autorizados
historiadores judíos como Graetz y Cecil Roth, nos confiesan claramente que las
conversiones realizadas por los hebreos al cristianismo eran fingidas, ya que
aunque practicaran en público dicha religión, en secreto seguían siendo tan
hebreos como antes; y que entre tales falsos cristianos, la práctica oculta del
judaísmo se transmitía de padres a hijos, aunque estos últimos fueran
bautizados y vivieran en público como cristianos.
Ante tales hechos, es muy comprensible que sabedoras las autoridades de
que la conversión para los hebreos, en su casi totalidad, no era más que una
farsa y el bautismo otra, cuando se tomaron las medidas para evitar que
dominaran el Imperio –eliminándolos de los puestos públicos y de los grados
militares- acordaron que se incluyera en tales medidas a los descendientes de
judíos, aunque hubieran recibido las aguas del bautismo. Estas medidas de
defensa fueron, sin duda, un antecedente remoto de las famosas leyes o estatutos
de limpieza de sangre, por los cuales se eliminó de los puestos dirigentes del
Estado y de las dignidades de la Santa Iglesia católica –en algunos países-
a los católicos que tuvieran ascendencia judía. Estas leyes de limpieza de
sangre fueron aprobadas por SS.SS. los Papas Paulo III, Paulo IV y otros, como
medio para impedir que siguieran invadiendo el clero de la Iglesia los falsos
cristianos que en secreto eran judíos, es decir, la quinta columna hebrea
introducida en el seno de la clerecía y que fue la responsable principal de los
triunfos de la herejía en un principio, y lo es, posteriormente, de las
revoluciones masónicas y comunistas, como lo vimos en su oportunidad.
La situación de los hebreos en víspera de la caída del Imperio Romano
de Occidente, es descrita por el israelita Graetz, como sigue:
“El
fanatismo de Teodosio II operó también en Honorio, Emperador de Occidente, y
por sus absurdas leyes, ambos colocaron a los judíos en esa extraordinaria
posición en que los encontraron los nuevos Estados germanos que se formaron. Ya
no se permitió más a los judíos desempeñar puestos públicos, ni adquirir
grados militares, como antes se les había permitido ocupar”
(54).
El
historiador y gran amigo de los judíos, José Amador de los Ríos, comentando
la situación de los hebreos en el Imperio después del Concilio Iliberitano,
dice:
“No
podía, en verdad, ser más comprometida ni desconsoladora para los hijos de
Israel la situación que, en virtud de semejantes proyectos, le creaban los PP.
del Concilio Iliberitano. Animados éstos sin duda del mismo espíritu que, al
declinar aquel siglo, iba a resplandecer, según dejamos notado, en la lira de
Prudencio, o tal vez interpretando el universal sentimiento de los católicos,
daban insigne muestra de la desdichada animadversión, con que era en todos los
confines del mundo saludada la desventurada grey, cuya frente agobiaba la
terrible acusación del deicidio” (55).
Los
escritores judíos y los filosemitas se lamentan de la situación de los hebreos
en los últimos tiempos del mundo romano, pero se cuidan de mencionar las
verdaderas causas que los orillaron a tal situación, siendo digno de tomarse en
cuenta que fue, precisamente, cuando la bestia judaica quedó encadenada, cuando
el catolicismo logró su triunfo completo en el Imperio, coincidencia muy
significativa.
Por ello, la invasión de los germanos arrianos fue para los judíos un
gran triunfo, aunque fuese solamente temporal.
En efecto, las tribus germánicas del norte controladas por la secta
arriana, seguían una política de amistad y alianza con los israelitas,
contraria a la que observaban los católicos triunfantes en el Imperio Romano.
Debido a esta circunstancia, al invadir los bárbaros el Imperio de
Occidente, cambió por completo la situación de los judíos y de los católicos:
los primeros volvieron a escalar las gradas del poder y la influencia; y los
segundos, tuvieron que sufrir, sobre todo en algunos lugares, las más crueles
persecuciones.
Algunos afirman que los hebreos instigaron a los caudillos germanos a
invadir el Imperio y que incluso les ayudaron en su labor de conquista. Al
respecto encontramos en la “Enciclopedia Judaica Castellana” algo de
mucho interés en el vocablo arrianismo, que al referirse al buen trato que
daban los bárbaros arrianos invasores a los hebreos, dice: “Como consecuencia del trato tolerante que recibieron, los hebreos se
solidarizaron con aquéllos (los arrianos) en sus guerras contra las monarquías
católicas. Así, tomaron parte activa en la defensa de Arlés contra el rey
franco Clodoveo (508) y en la de Nápoles (537) contra Justiniano”
(56).
Además, el historiador hebreo Graetz anota que: “En Italia se tiene noticia de la existencia de
judíos desde los tiempos de la República, habiendo estado en pleno goce de los
derechos políticos, hasta que les fueron arrebatados por los emperadores
cristianos. Ellos (los judíos) probablemente vieron con gran placer la caída
de Roma y se regocijaron al ver la ciudad que regía al mundo convertida en
presa de los bárbaros y en burla de todo el mundo...” (57).
Es evidente que a los judíos no les conviene reconocer que fueron en
gran parte responsables de la destrucción del Imperio Romano y de las catástrofe
que ese hecho significó para la civilización, pero ese placer que sintieron
con la caída de Roma y la afirmación general de que se solidarizaron con los bárbaros
arrianos “en sus guerras contra las monarquías católicas”, hace
recordar que la principal monarquía católica contra la que lucharon los
germanos discípulos de Arrio, fue precisamente el Imperio Romano de Occidente.
Para
esclarecer la verdad histórica y deslindar responsabilidades será necesario
que se trate de explicar esto, tomando en cuenta que a nadie más que a los judíos
convenía la destrucción del orden entonces imperante y la sustitución por
otro favorable a ellos.
La
casi totalidad de las tribus germanas que invadieron el Imperio eran arrianas,
destacando entre las pocas excepciones, la de los francos, que abrazó el
catolicismo desde un principio.
Hablando
el filosemita J. Amador de los Ríos del cambio político operado con las
invasiones bárbaras, dice, refiriéndose a la Península Ibérica:
“Fue así como, abriéndole la tolerancia arriana las vías
de una prosperidad desacostumbrada, aumentábase prodigiosamente en el suelo ibérico
la grey israelita durante la primera época de la dominación visigoda, y como,
merced a su inteligencia y sus riquezas, alcanzaba dentro del Estado no escaso
valimiento e importancia. Levantándose al ejercicio de los cargos oficiales, lo
cual les daba inusitada representación en la república...”
(58).
A
su vez, el historiador hebreo Cecil Roth, se refiere también al hecho de que
los visigodos arrianos favorecían a los judíos, en contraste con los católicos,
que los perseguían (59).
Un
ejemplo que demuestra la buena situación de que gozaban los judíos en las
tierras conquistadas por los nórdicos arrianos, en contraste con la que
disfrutaban en los reinos católicos, nos la describe el historiador judío
Graetz, quien, después de narrar que en el Imperio Bizantino, entonces católico,
uno de los emperadores había echado a los judíos de su sinagoga, convirtiéndola
en la iglesia de “La madre de Dios” y que en medio de tantas persecuciones
los hebreos habían tenido que llevar, de un lugar a otro, los vasos sagrados
del Templo de Salomón, hasta conducirlos a un lugar seguro que fue Cartago,
entonces bajo el dominio de los vándalos arrianos, cuenta que:
“...Permanecieron cerca de un siglo. Y fue con gran
dolor que los judíos de la capital bizantina presenciaron su transporte a
Constantinopla, por Belisario el Conquistador del Imperio de los Vándalos. Los
trofeos judíos fueron llevados en son de triunfo, junto con Gelimer, el Príncipe
de los Vándalos, y nieto de Genserico, y en unión de los tesoros del
infortunado monarca” (60).
Durante
el desgarramiento del Imperio Romano de Occidente por los bárbaros seguidores
de Arrio, los judíos se dedicaron en gran escala al comercio de esclavos. A
este respecto, el israelita Graetz constata que:
“Las repetidas invasiones de las tribus bárbaras y las
numerosas guerras habían incrementado el número de prisioneros y los judíos
llevaban a cabo un animado comercio de esclavos, aunque no eran los únicos que
lo hacían” (61).
Es
bueno hacer notar que los judíos han desempeñado un papel capital en el
comercio de esclavos a través de la historia y que en los siglos XVII y XVIII
fueron los principales mercaderes de este infame comercio, capturando en África
a los infelices negros y arrancándolos despiadadamente de sus hogares, para
venderlos como siervos en distintas partes del mundo, principalmente en América
del Norte y del Sur.
Capítulo Décimo
VICTORIA CATÓLICA
La
conquista por parte del Imperio Romano de Oriente de grandes territorios
dominados por los bárbaros arrianos y la conversión al catolicismo de todos
los monarcas germanos, antes pertenecientes a la secta del judío Arrio,
cambiaron una vez más la situación de Europa con el triunfo logrado por el
catolicismo sobre esta herejía; triunfo que como era natural iba a modificar
otra vez la situación de los judíos, haciéndoles perder su posición
privilegiada y su posibilidad de seguir hostigando a los cristianos.
Es preciso notar que el control arriano sobre las tribus germánicas
invasoras era débil, ya que éste dependía, principalmente, de la conversión
y fidelidad de sus jefes a la herejía; de manera que cuando éstos fueron
ganados para el catolicismo, debido a la incansable labor evangelizadora de la
Santa Iglesia, el arrianismo recibió un golpe mortal. No es de extrañar que
después de tantos abusos y desmanes cometidos por los hebreos bajo la protección
de al herejía, a su hundimiento se provocara una verdadera reacción antijudía
en los países nuevamente conquistados para la Iglesia de Roma.
Hasta José Amador de los Ríos, tan favorable a los hebreos, después de
mencionar el hecho de que los judíos de la época arriana escalaron los puestos
de gobierno y obtuvieron inusitada influencia adquiriendo esclavas y mancebas
cristianas, contra lo dispuesto por el Concilio Iliberitano, convertido en letra
muerta por los arrianos, dice:
“Tan
estimadas prerrogativas, no concedidas al pueblo hispano-latino respecto de la
grey visigoda, contradiciendo terminantemente al Concilio Iliberitano, si
pudieron por algún tiempo lisonjear el orgullo de los descendientes de Judá,
mostrando su preponderancia, iban no obstante a comprometer gravemente su
provenir, al levantarse vencedora sobre los errores de Arrio la doctrina del
catolicismo” (62).
Por otra parte, los judíos trataron a toda costa de impedir el triunfo
de los ejércitos católicos. Así, aun en el caso del reino ostrogodo
establecido en Italia, donde los hebreos ya habían empezado a tener choques con
Teodorico, vemos cómo al surgir la amenaza de invasión del emperador católico
Justiniano, apoyaron los judíos resueltamente a su amigo arriano, el rey
Teodato, sucesor de Teodorico, con tenacidad y fanatismo. Después, cuando los
ejércitos de Justiniano atacaron la plaza de Nápoles, los habitantes de la
ciudad se dividieron en dos bandos: uno por la capitulación y otro por la
guerra. En este caso, el partido belicista no estaba dispuesto a sacrificarse
por los ostrogodos que, según afirma Graetz, eran odiados en toda Italia. Y
sobre el particular, recalca dicho autor judío:
“Sólo
los judíos y los letrados Pastor y Asclepiodoto, que se habían encumbrado
gracias a la influencia de los reyes ostrogodos, se opusieron a la rendición de
la ciudad al general bizantino. Los judíos que eran ricos y patriotas,
ofrecieron sus vidas y sus fortunas por la defensa de la ciudad. Y con el fin de
allanar el temor de la escasez de provisiones, ellos prometieron surtir a Nápoles
con todo lo necesario durante el sitio”
(63).
Dado lo extenso de este trabajo no nos es posible seguir citando ejemplos
de esta naturaleza, pero es indudable que en todas partes los judíos trataron
desesperadamente de impedir el triunfo del catolicismo sobre el arrianismo.
Con
respecto a lo que sucedió después de la victoria decisiva de la Santa Iglesia,
es muy elocuente lo ocurrido en el reino visigodo, que fue la más poderosa
monarquía que lograron fundar los bárbaros seguidores de Arrio y era
considerada como el principal baluarte del arrianismo, donde, como se ha visto,
los hebreos lograron escalar los puestos de gobierno y tener privilegiada
influencia.
El historiador hebreo Cecil Roth apunta que, convertidos los visigodos al
catolicismo “...empezaron
a demostrar el celo tradicional de los neófitos. Los judíos sufrieron de
inmediato las desagradables consecuencias de semejante celo. En 589, entronizado
Recaredo, la legislación eclesiástica comenzó a serles aplicada en sus
menores detalles. Sus sucesores no fueron tan severos; pero subido Sisebuto al
trono (612-620), prevaleció el más cerrado fanatismo. Instigado quizá por el
emperador bizantino Heraclio, publicó en 616 un edicto que ordenaba el bautismo
de todos los judíos de su reino, so pena de destierro y pérdida de todas sus
propiedades. Según los cronistas católicos, noventa mil abrazaron la fe
cristiana” (64).
En
el Imperio Bizantino también se aprobaron medidas tendientes a lograr la
conversión de los hebreos al cristianismo. La “Enciclopedia Judaica
castellana” dice que Justiniano “...ordenó la lectura de la “Thorá”
(Biblia) en griego, esperando la conversión de los judíos por este método, y
en 532, declaró nulo todo testimonio de un judío contra un cristiano”. Esta
medida fue hecha ley con posterioridad en casi toda la Cristiandad, teniendo
como lógico fundamento el que los judíos, al sentirse con todo el derecho para
mentir a los cristianos y gentiles, hicieron tan general su falso testimonio,
que hubiera sido pueril darles crédito. Por ello, se negó toda validez
judicial al testimonio de un judío contra un cristiano, siendo además
comprobado a través de los siglos, que para el judío la mentira y el engaño
son una de sus más utilizadas y eficientes armas de lucha.
Todas
las medidas que se tomaron en los estados cristianos para provocar la conversión
de los judíos, desde el convencimiento pacífico hasta la violencia, fueron
originadas por el celo apostólico de la Santa Iglesia, deseosa de convertir
infieles a la verdadera religión; y por otra parte, porque tanto la Santa
Iglesia como los estados católicos, comprendieron la necesidad vital de acabar
con la Sinagoga de Satanás, ya que en realidad, eran un grupo de extranjeros
infiltrados en los estados cristianos, conspirando siempre contra la Iglesia y
contra el estado; eran un peligro permanente tanto para la estabilidad de las
instituciones como para la defensa de esos pueblos contra sus enemigos
exteriores, máxime cuando los hebreos habían demostrado estar siempre prestos
a traicionar al país que benévolamente les daba hospitalidad –si así convenía
a sus intereses bastardos-, ayudando a los invasores extranjeros y socavando las
entrañas mismas de la infeliz nación que les brindaba albergue.
Un camino para solucionar tan tremendo problema, parecía ser el de
aniquilar la nefasta secta del judaísmo, convirtiéndola a la fe cristiana. Al
dejar todos ellos de ser judíos y asimilarse al pueblo en cuyo territorio vivían
e incorporándose a su religión cristiana, a la vez que desaparecería esa
quinta columna extraña –peligrosa para cualquier nación- se lograba la
salvación de sus almas en la fe de Nuestro Divino Redentor. Estos fueron los
razonamientos que indujeron al muy católico rey visigodo Sisebuto a ordenar a
los judíos de su reino que se bautizaran, bajo las razones que tuvo presentes
el no menos cristiano emperador bizantino Basilio I, el Macedonio (867-885),
quien forzó a los judíos a tomar las aguas del bautismo, ofreciendo a los que
lo hicieran toda clase de honores y exenciones de impuestos (65).
Desgraciadamente todas las medidas fracasaron. Lo único que se logró
fue fomentar las conversiones fingidas, como lo asegura el historiador israelita
Cecil Roth, pues los hebreos mantuvieron en secreto su adhesión al judaísmo,
con lo que se aumentó enormemente el contingente de la quinta columna judía en
el seno de la Santa Iglesia.
Dice la Enciclopedia Judaica que con la conversión realizada en tiempos
del emperador Basilio:
“Más
de mil comunidades se vieron obligadas a someterse al bautismo pero volvieron a
su religión primitiva después de la muerte del Emperador”
(66).
No dio mejores resultados la conversión en masa de los judíos del
Imperio Visigodo realizada en tiempos de Sisebuto. El judío Cecil Roth dice:
“...la
notoria infidelidad de los recién convertidos y sus descendientes continuó
siendo uno de los grandes problemas de la política visigoda, hasta la invasión
árabe en el año de 711”
(67).
De
nada sirvieron tampoco todas las medidas que se tomaron en contra de la
infidelidad de los conversos del judaísmo y de sus descendientes, ya que esos
falsos conversos fueron sometidos a la rigurosa vigilancia gubernamental, que
llegó hasta el extremo de separar de los sospechosos de criptojudaísmo a sus
hijos, para que éstos fueran criados en una atmósfera cristiana incontaminada.
De igual forma, afirma el mismo historiador hebreo que:
“...en
cuanto se relajó la vigilancia gubernamental, los recién convertidos
aprovecharon la oportunidad para retornar a la fe primitiva”.
Termina Roth esta exposición con la conclusión de que con todos estos
hechos se había iniciado en la Península Ibérica la tradición marrana (68),
es decir, la tradición del judaísmo subterráneo cubierto con la máscara del
cristianismo.
Alarmados los Papas y muchos reyes cristianos por los falsos conversos
que estaban inundando la Santa Iglesia, tomaron medidas para prohibir e impedir
que se convirtiera a los judíos por la fuerza; entre otras, podemos citar la
que nos relata la “Enciclopedia Judaica Castellana”, que dice a este
respecto:
“León
VI, el Filósofo (emperador bizantino), hijo de Basilio, restauró la libertad
religiosa, con objeto de evitar la existencia de falsos cristianos”
(69).
El Papa San Gregorio comprendió este problema en toda su magnitud, así
como el enorme peligro que significaban para la Santa Iglesia los falsos
conversos, por lo que dictó órdenes terminantes prohibiendo que se persiguiera
a los judíos o se les obligara en alguna forma a convertirse. Los obispos,
acatando tales instrucciones, se opusieron a todo lo que significara forzar la
conversión de los hebreos, aunque reduciéndolos a la impotencia para que no
pudieran subvertir y envenenar la sociedad cristiana. El historiador judío
Graetz, en relación con estas medidas, hace un comentario interesante:
“Pero
la tolerancia incluso de los obispos más liberales no tenía gran significación.
Ellos se reducían a abstenerse de hacer proselitismo, por medio de las amenazas
de destierro o de muerte, porque ellos estaban convencidos que por estos medios
la Iglesia se vería poblada con falsos cristianos que la maldecirían en lo más
íntimo de su corazón. Pero ellos no dudaron en encadenar y acosar a los judíos,
y colocarlos muy cerca de los siervos, en la escala de la sociedad. Esta manera
de proceder pareció por completo justa y piadosa a casi todos los
representantes de la Cristiandad durante los siglos de barbarie” (79).
Aquí resume el historiador israelita uno de los aspectos de la nueva política
que habían de seguir algunos Papas de la Santa Iglesia durante la Edad Media.
Convencidos de lo peligroso que era obligar a convertirse a los judíos. Por
medio de la persecución o de las amenazas, trataron de impedir tales
conversiones forzadas, declarándolas incluso anticanónicas. Al mismo tiempo se
tomaban medidas enérgicas en contra de los falsos conversos y de sus
descendientes: los falsos conversos judaizantes. Algunos Papas y reyes dieron
libertades a los judíos para que practicaran en público su religión, tratándolos
con tolerancia y hasta otorgándoles protección contra injustas agresiones,
pero también ese nuevo tipo de política fracasó al chocar con la maldad y
perfidia del judaísmo, que lejos de agradecer la bondad de algunos Sumos Pontífices,
no cesó de aprovechar la indulgencia para tramar y preparar toda clase de
conspiraciones en contra de la Iglesia y del estado. Esta contumacia obligaba
luego a los Papas a cambiar de política, intentando impedir que la bestia
judaica desencadenada lo arrasara todo, tratando de atarla de nuevo para que no
pudiera seguir haciendo daño. Tal es la verdadera explicación de lo que podría
parecer una política contradictoria respecto a los judíos, seguida por unos y
otros Papas. Podría compararse con el caso de un hombre virtuoso y honesto que
tuviera por vecino a un criminal sanguinario y que aun conociendo su maldad,
tratara de llevar a cabo buenas relaciones con él, dándole un trato benévolo
y cristiano, llevado por sus buenos sentimientos, pero que al darse cuenta de
que se aprovechaba de esa benevolencia para devolverle mal por bien, para
causarle a él y a su familia daños irreparables, reaccionara en forma enérgica,
tratando de defenderse y de poner fuera de combate a su adversario, haciendo uso
del derecho de legítima defensa.
Además, es preciso hacer constar que los Papas y los reyes no
representaban intereses particulares como los del vecino del ejemplo antes
citado, sino los intereses de la Iglesia y de sus estados cristianos. Es, por lo
tanto, explicable que al ver que las medidas de tolerancia con el enemigo daban
resultados catastróficos, se viera la urgencia de tomar medidas enérgicas para
salvar a la Cristiandad de las asechanzas de la Sinagoga de Satanás.
Desgraciadamente estas fluctuaciones en la política de los jerarcas cristianos
fueron a la larga nocivas para la
Santa Iglesia y para la Cristiandad. Si se hubiera seguido sin interrupción la
acción enérgica dirigida contra el judaísmo por los Padres de la Iglesia y
por muchos Papas y concilios, quizá se hubiera conjurado a tiempo la amenaza
del imperialismo judaico que actualmente está por arrollarlo todo.
Capítulo Undécimo
EL CONCILIO III TOLEDANO ELIMINA A LOS JUDÍOS DE LOS PUESTOS PÚBLICOS
Cuando el rey visigodo Recaredo se convirtió del arrianismo al
catolicismo la secta del hebreo Arrio recibió un golpe decisivo, ya que como se
ha dicho, el Imperio Visigodo era el baluarte de la herejía.
Todavía
quedaban, a la sazón, tristes
recuerdos y heridas abiertas por la sangrienta persecución desatada por el
arriano Leovigildo en contra de los católicos, persecución en la que habían
participado cruelmente los judíos, por lo que en la España gótica era general
el resentimiento del pueblo católico en contra de la grey de Israel. Es
explicable que al abjurar los jerarcas visigodos de la herejía arriana y
adoptar el catolicismo, se tomaran una serie de medidas adecuadas para frenar la
expansión dominadora de los judíos. El escritor filojudío, José Amador de
los Ríos, reconoce al respecto que:
“Abiertas
tenían, en efecto, los hebreos las puertas de los cargos públicos, a cuya
posesión los habían subido los reyes arrianos: dado les era introducirse en la
familia cristiana por medio del matrimonio, lo cual facilitaban grandemente su
posición y sus riquezas, asegurándoles para lo futuro no escaso influjo en el
estado: desvanecidos por su fortuna y su poder, habían tenido acaso alguna
parte en la última y más dolorosa persecución ejecutada por los arrianos en
los católicos, durante el reinado de Leovigildo. No era, por tanto,
despreciable y pueril recelo el temor de los PP. Toledanos, conocidos el interés
que al triunfar el catolicismo representaban y la causa que defendían; y
apoyados en el ejemplo del Sínodo Iliberitano, propusiéronse refrenar en
cierto modo a los israelitas, reduciéndolos a la impotencia contra los
cristianos...” (71).
Entre
los cánones del Concilio III de Toledo aprobados con tal objeto, destaca por su
importancia el canon XIV, que refiriéndose a los judíos, dice:
“Que no se les confieran cargos públicos en virtud de
los cuales tengan que imponer penas a los cristianos” (72).
Este ordenamiento de la Santa Iglesia Católica no podía estar más
justificado, ya que los hebreos siempre han utilizado los puestos de gobierno
conquistados por ellos –en los pueblos que les brindan hospitalidad- para
causar perjuicios a los cristianos, en una u otra forma; siendo indudable que si
los metropolitanos y obispos del Concilio III Toledano hubieran vivido en
nuestros días, hubieran sido acusados de cruel antisemitismo por la quinta
columna judía introducida en el clero católico.
También ordenaban los prelados del Concilio III de Toledo que: “Si algunos cristianos hubieren sido manchados por
ellos con el rito judaico, o circuncidados, sean restituidos en la libertad y
religión cristiana, sin rescate alguno”.
El
mencionado historiador, J. Amador de los Ríos, comentando otras disposiciones
antijudías del santo Concilio III Toledano, dice:
“Aspiraban
los PP., al aconsejar a Recaredo estas represivas disposiciones, como punto más
principal y de mayor trascendencia, a segundar el propósito de los de Elbira,
negando a los hebreos toda alianza y mezcla con la raza hispano-latina, dado que
la visigoda habíase mantenido hasta entonces, y se mantuvo mucho tiempo después,
inaccesible a las gentes por ella dominada”
(73).
Entre
las disposiciones del referido Concilio Toledano figuran las de prohibir a los
judíos comprar esclavos cristianos; disposiciones éstas congruentes con las órdenes
dadas en igual sentido por S.S. el Papa San Gregorio el Magno, que al mismo
tiempo que se oponía firmemente a las conversiones forzadas de judíos y a toda
clase de opresiones que les obligaran a convertirse en falsos cristianos, les
prohibía terminantemente poseer esclavos cristianos, y combatía con energía
cualquier manifestación de judaísmo subterráneo practicado por quienes aparecían
en público como cristianos. Es muy interesante al respecto un caso que nos cita
el historiador israelita Graetz, quien dice del Papa San Gregorio que:
“Habiendo
oído que un judío llamado Nasas había erigido un altar a Elijah,
(probablemente una sinagoga conocida por ese nombre) en la isla de Sicilia, y
que cristianos se reunían allí para celebrar el servicio divino (judío),
Gregorio ordenó al prefecto Libertino derrumbar el edificio e imponer pena
corporal a Nasas por esa ofensa. Gregorio persiguió vigorosamente a los judíos
que compraban o poseían esclavos cristianos.. En el Imperio de los francos,
donde el fanatismo no había todavía arraigado, los judíos no tenían
prohibido participar en el comercio de esclavos. Gregorio estaba indignado por
esto y escribió al rey Teodorico (Dieterich) de Burgundia, a Teodoberto rey de
Austrasia, y también a la reina Brunilda expresando su asombro de que ellos
permitieran a los judíos poseer esclavos cristianos. El los exhortó con gran
celo a que remediaran ese mal y a que liberaran a los verdaderos creyentes del
poder de su enemigo. Recaredo, rey de los visigodos que se sometió a la Santa
Sede, fue halagado en gran medida por Gregorio para que promulgara un edicto de
intolerancia” (74).
Se ve pues, que las medidas de encadenamiento de la bestia judaica
aprobadas por el visigodo Recaredo fueron inspiradas, según afirma el judío
Graetz, ni más ni menos que el por el Papa San Gregorio Magno, que durante algún
tiempo trató, en vano, de ganarse a los judíos por medio de la bondad y de la
tolerancia. Es interesante hacer notar que el Papa San Gregorio Magno, al mismo
tiempo que rechazaba las conversiones forzadas, alimentó la esperanza de
evangelizar a los hebreos por medios pacíficos. Pero sabedor de que las
conversiones, por lo general, eran fingidas y falsas, esperaba que cuando menos
los hijos de los conversos arraigaran sinceramente en el cristianismo. A este
respecto dice claramente el mencionado historiador hebreo, refiriéndose a San
Gregorio:
“El,
sin embargo, no se engañaba creyendo que los conversos que fueran obtenidos de
esta manera fueran leales cristianos, pero él tomaba en cuenta a sus
descendientes. `Si nosotros no los ganamos a ellos, al menos ganaremos a sus
hijos´” (75).
Decía
el citado escritor, que era muy digno de notar, que el propio Papa San Gregorio
Magno –de tan ilustre memoria en la historia de la Iglesia- ya sabía que las
conversiones de los judíos al cristianismo eran falsas y lo que pretendía con
ellas era ganarse a los hijos educados ya cristianamente. Desgraciadamente la
maldad y la perfidia del judaísmo hacen que fallen hasta los cálculos más lógicos
en apariencia. Ya vimos en el capítulo II de esa Cuarta Parte cómo el
historiador israelita Cecil Roth afirma que el marranismo, es decir, el judaísmo
clandestino, se caracteriza por la transmisión de padres a hijos de la secreta
religión judía, ocultada por las apariencias de un cristianismo practicado en
público por los marranos. Por ello, los cálculos de todos los jerarcas de la
iglesia y de loa estados cristianos – basados en la idea de que aunque las
conversiones fueran fingidas y falsas podría convertirse a los descendientes de
los conversos en buenos cristianos- fallaron lamentablemente a lo largo de los
siglos, como lo iremos analizando en su oportunidad.
Capítulo Duodécimo
EL CONCILIO IV TOLEDANO DECLARA SACRÍLEGOS Y EXCOMULGADOS A OBISPOS Y CLÉRIGOS
QUE APOYEN A LOS JUDÍOS
Una de las causas principales del triunfo lento pero progresivo del
imperialismo judaico en los últimos mil novecientos años, ha sido la mala
memoria de los cristianos y gentiles, prestos siempre a olvidar el pasado y a no
tomar en cuenta que la historia es la maestra de la vida.
Siempre que los judíos –valiéndose de su inmensa habilidad para engañar
al prójimo- lograban la confianza de los magnates cristianos, de eclesiásticos
y seglares, podían irse adueñando de los puestos de gobierno y adquiriendo
gran influencia dentro de la sociedad cristiana.
Este poder, adquirido de tal forma, era utilizado por ellos para causar
perjuicios a los ingenuos que les habían abierto las puertas y para conspirar
con mayores probabilidades de éxito en contra de la santa Iglesia o de los
estados cristianos; es entonces cuando surgía la reacción defensiva
de los sectores amenazados por la bestia desencadenada, los cuales, tras
difíciles luchas y después de vencer innumerables obstáculos, volvían a
amarrarla para impedir que siguiera haciendo daño a la Iglesia, al Estado y a
la Cristiandad.
Así vemos que muerto Recaredo y olvidados los motivos que habían
justificado la exclusión de los judíos de los puestos públicos, volvieron a
ser admitidos en el desempeño de los mismos y a reincidir en sus malos hábitos,
que habían provocado las acertadas sanciones del Concilio III Toledano. De esta
forma, constituyeron nuevamente un grave problema en el Imperio Gótico.
Por ello, lo primero que intentó Sisebuto al ser electo en el año 612
por el voto de los magnates visigodos y la sanción del episcopado, fue poner
coto a los abusos de los hebreos, haciendo efectivos los cánones del Concilio
III Toledano, que por negligencia o condescendencia de gobiernos anteriores se
habían dejado de aplicar en gran parte, prohibiendo también, rigurosamente,
que los judíos pudiesen comprar siervos cristianos. J. Amador de los Ríos
afirma al respecto:
“Sisebuto,
firme en su empeño de separar la raza hebrea de la cristiana, quitando a la
primera todo poder sobre la segunda, mandaba que fuesen restituídas a la corona
todas las rentas, beneficios o donaciones, obtenidas con engaño de los reyes
que le habían precedido...”
Manifestando el citado historiador que con su afán de restablecer en
todo su vigor las disposiciones de Recaredo, Sisebuto se “...ganaba para sí la aprobación del episcopado
y el aplauso de los católicos...”
y en cambio, la pertinaz oposición de los israelitas, “...ya
calificados con el duro título de “pravedad judaica”....”
(76).
Por fin Sisebuto se resolvió a extirpar el mal de raíz, eliminando de
su Imperio a esa comunidad de extranjeros perniciosos que no dejaba vivir en paz
ni a la nación visigoda ni a la grey hispanolatina, ya que aquéllos constituían
una constante amenaza para la Iglesia y el Estado. Pronunció fulminante edicto,
expulsando de su Imperio a todos los dependientes de judíos, pero cometiendo el
error gravísimo de exceptuar de esta medida a los que se convirtieran al
catolicismo, ya que la mayoría prefirió quedarse, bautizándose; y como lo ha
dicho el escritor hebreo Cecil Roth, semejantes conversiones fueron fingidas y
tuvieron sólo por consecuencia sustituir el judaísmo que practicaban
abiertamente como su religión, por un judaísmo oculto o clandestino que después
ejercieron en secreto, con lo que se fortaleció su quinta columna, organización
mucho más peligrosa que la pública.
El historiador jesuita Mariana, hablando de esta conversión general de
los hebreos ibéricos, dice que, publicado el edicto de Sisebuto “...gran número de judíos se bautizó, algunos
de corazón, los más fingidamente...”;
agregando después que los judíos que recibieron las aguas del bautismo para
hurtarse del edicto de Sisebuto, al morir éste en 621 “...volvieron
con mayor empeño a abrazar las creencias de sus mayores...” (77).
La falta de memoria de los gobernantes cristianos, tan desastrosa en sus
consecuencias para nosotros y tan útil para los hebreos, hizo que en el curso
de la Historia, olvidándose los cristianos y gentiles de las lecciones del
pasado, reincidieran al tratar de solucionar el terrible problema judío,
ordenando la expulsión de la quinta columna pero dejándoles la válvula de
escape de la conversión, con lo que solamente se logró empeorar las cosas, ya
que la mayoría prefería quedarse, convirtiéndose falsamente al cristianismo y
engrosar una quinta columna que se volvía cada vez más sutil, más secreta y,
por lo tanto, muchísimo más peligrosa.
La expulsión de todos los judíos del Imperio Gótico habría
solucionado el problema si ésta hubiera sido total y si no se les hubiera dado
a los hebreos la oportunidad de burlarla con las aparentes conversiones.
Por otra parte, la expulsión era justificada, ya que el dueño de una
casa tiene todo el derecho de despedir a un huésped si éste, lejos de
agradecer la hospitalidad recibida, conspira para despojarlo de su propiedad,
robarlo o crearle problemas.
Es muy significativo al respecto el comentario que hace el judío Graetz
en relación con el edicto de expulsión de Sisebuto, al decir que:
“Con
esta persecución fanática Sisebuto allanó el camino para la disolución del
Imperio Visigodo” (78).
Se refiere, indudablemente, al hecho de que la complicidad de los judíos
facilitó el triunfo de los mahometanos invasores. La realidad es que desde la
conversión de los visigodos al catolicismo y su abjuración del arrianismo, los
hebreos no cesaron de conspirar contra el nuevo orden de cosas; si hubo algún
error en Sisebuto o sus sucesores, fue el de no haber expulsado totalmente a los
conspiradores extranjeros introducidos en su territorio, los cuales, en verdad,
facilitaron desde dentro la conquista árabe. Sin hebreos en el territorio godo
no se hubiera podido realizar la labor de espionaje, la entrega de plazas y las
defecciones en el ejército de don Rodrigo, tal como sucedió. El error de los
godos fue haber dejado que se quedaran los judíos en sus tierras, con el
subterfugio de la falsa conversión. Siempre es peligroso dejar subsistente
cualquier tipo de quinta columna.
Es muy importante hacer notar que Sisebuto estaba consciente de la falta
de firmeza por parte de los cristianos para seguir una política definitiva en
contra de sus enemigos, y también de la mala memoria de la gente en relación
con las lecciones que la Historia les había brindado en el pasado. Por eso hizo
lo indecible para impedir que sus sucesores, cayendo presa de los hábiles engaños
de la fina diplomacia judaica, fueran a revocar las leyes que en defensa de la
Iglesia y del Estado habían promulgado. La legislación que dejó al respecto y
que fue perpetuada en el Fuero Juzgo, fue muy especialmente recomendada a sus
sucesores por le mismo Sisebuto, para que éstos empleasen todo rigor en la
observancia de las leyes antijudías, so pena de verse difamados entre los
hombres, y al morir ser lanzados de la grey de los fieles de Cristo y arrojados
entre los hebreos para que ardiesen perpetuamente en rabiosas llamas del
infierno (79).
Y no andaba tan equivocado Sisebuto que bien conocía las pertinaces
flaquezas de los jerarcas cristianos, ya que apenas murió éste, el nuevo rey
Swintila sucumbió rápidamente ante esa hábil diplomacia de los hebreos, que
tienen el don supremo de inspirar confianza a sus futuras víctimas a quienes
envuelven con un trato en extremo cordial, fingiendo una amistad y una lealtad
que encubre sus negros propósitos y haciéndose aparecer como víctimas de las
más infames injusticias.
Lograron con sus clásicos enredos ganarse a Swintila, quien haciendo a
un lado las exhortaciones de Sisebuto a sus sucesores para que no modificaran
las leyes antijudías de defensa del reino e ignorando las maldiciones lanzadas
contra quienes las desacatasen, repudió toda la legislación antihebrea, y con
ella el edicto de expulsión de los judíos, pudiendo los falsos conversos que
así lo quisieron, volver a practicar en público su judaísmo y regresar al país
del que habían sido expulsados. A este respecto, el judío Graetz, mejor
informado que el Padre Mariana de los asuntos internos del judaísmo, dice que:
“A
pesar del bautismo los judíos conversos no habían abandonado su religión”.
Graetz no hace la insinuación que hace Mariana de que aunque la mayoría
se hubiera convertido fingidamente, algunos lo hubiesen hecho de corazón. Por
otra parte, sigue diciendo Graetz que en la época del filosemita Swintila, “El
acto del bautismo era considerado suficiente en este período, pero nadie se
preocupaba por investigar si los conversos todavía retenían sus antiguas
costumbres y usos. El noble rey Swintila, fue sin embargo destronado por una
conspiración de los nobles y del clero, que pusieron en su lugar a Sisenando, dócil
instrumento de ellos” (80).
Aquí el judío Graetz hace mención a un estado de cosas que es ideal
para los falsos conversos del judaísmo, a cuya virtud se acepta que con el solo
bautismo ya se convirtieron en sinceros cristianos, sin que nadie se preocupe de
investigar si los conversos y sus descendientes practican el judaísmo en
secreto. Esta es, precisamente, la situación actual de los descendientes de los
falsos conversos que actúan libremente como poderosa quinta columna dentro de
la Iglesia, causando daños catastróficos a la Cristiandad, sin que nadie abra
una investigación efectiva para descubrir quienes judaizan en secreto, tanto
porque de la gran mayoría ya se ha perdido el rastro de su origen judío, como
porque no existe una policía especial encargada de investigarlo.
En cambio, en otras épocas de la monarquía visigoda se vigilaba con
cuidado a los conversos y a sus descendientes para descubrir quiénes
practicaban ocultamente el rito judaico.
Es natural que al amparo de la protección de Swintila, los judíos
recuperaran gran poder en el reino, haciendo peligrar de nuevo las instituciones
cristianas, lo que explica y justifica la conspiración del clero católico para
derrocar al traidor monarca, elogiado –claro está- por los hebreos, como
bondadoso liberal.
San Isidoro de Sevilla, otro de los más ilustres Padres de la Iglesia,
fue el caudillo de esta nueva lucha contra la Sinagoga de Satanás, quien después
del derrocamiento del infidente Swintila y de la coronación de Sisenando,
organizó y dirigió el Concilio IV Toledano, tan autorizado en doctrina eclesiástica.
Lo más grave de esta situación era que los conversos del judaísmo y
sus descendientes, siguiendo su tradicional costumbre, hacían ingresar a sus
hijos al sacerdocio católico para que pudieran incluso escalar y obtener las
sedes episcopales, empleándolas para ayudar a los judíos en sus conjuras
contra la fe católica, caso típico de la actividad de la quinta columna hebrea
introducida en la Iglesia, cuya acción destructora se ha seguido manifestando
hasta nuestros días.
En otros casos, los hebreos recurrían al sistema iniciado por su
predecesor el judío Simón el Mago, comprando los favores de los clérigos, que
aunque no eran judíos subterráneos, vendían su apoyo a la causa del demonio,
al igual que su antecesor Judas Iscariote, uno de los doce elegidos.
La traición, encumbrada en las altas esferas de la Santa Iglesia, provocó
la indignación del Concilio IV Toledano y de su caudillo, San Isidoro de
Sevilla, llevando a los metropolitanos y obispos reunidos a consignar en los
sagrados cánones una serie de disposiciones no sólo tendientes a conjurar a
tiempo la amenaza judaica, sino también a refrenar y castigar las traiciones en
el alto clero, más peligrosas para la Santa Iglesia y para los estados
cristianos que ningunas otras. Así, entre los cánones aprobados con tales
fines, destacan los siguientes:
Canon LVIII.- “De
aquellos que prestan auxilio y favor a los judíos en contra de la fe de
Cristo.- Es tal la codicia de algunos, que por ella se separan de la fe,
conforme expresó el apóstol: como que muchos aun de entre los sacerdotes y
legos, recibiendo dones de los judíos, fomentaban su perfidia patrocinándolos;
los que no sin razón se conocen ser del cuerpo del Antecristo, puesto que obran
en contra de Cristo. Cualquier obispo, presbítero, o seglar, que en adelante
les prestare apoyo (a los judíos)
contra
la fe cristiana, bien sea por dádivas bien por favor, se considerará como
verdaderamente profano y sacrílego, privándole de la comunión de la Iglesia
Católica, y reputándole como extraño al reino de Dios, pues es digno que se
separe del cuerpo de Cristo el que se hace patrono de los enemigos de este Señor”
(81).
Debe haber sido muy grave la amenaza nacida para la Iglesia y la sociedad
cristiana por la complicidad de obispos y presbíteros con los judíos, enemigos
capitales de la Cristiandad, para que el sabio y santísimo varón Isidoro de
Sevilla, Padre de la Iglesia, que dirigió el Concilio y los metropolitanos y
obispos que lo integraron hayan tenido que denunciar en el canon citado este
mal, llamando profanos y sacrílegos a los obispos y presbíteros que ayudaran a
los israelitas, sancionándolos al mismo tiempo con la pena de excomunión.
Que tomen nota todos estos altos y altísimos dignatarios eclesiásticos,
que más que servir a la Santa Iglesia están ayudando actualmente a los judíos
–enemigos capitales de Cristo- o a las empresas judaicas como la masonería y
el comunismo, y que se den cuenta de la grave responsabilidad en que están
incurriendo y el gravísimo pecado que están cometiendo.
Como es sabido, los concilios toledanos tienen gran autoridad en la Santa
Iglesia Católica y sus disposiciones fueron incluso trasladadas a la legislación
civil. Así, las ordenanzas y sanciones del canon acabado de transcribir fueron
trasladadas al Fuero Juzgo, que se promulgó con la aprobación de la Santa
Iglesia. En el artículo XV del título II, libro XII de la ley 15, se ordena:
“Por
lo que debemos siempre conseguir que el engaño de los judíos no haya manera de
crecer en forma alguna, ni que hagan
(practiquen) sus establecimientos
(estatutos, leyes), (los cuales están) excomulgados. Por lo tanto establecemos en esta ley
que ningún hombre que sea de cualquier religión, orden o dignidad, (o
que pertenezca) a
nuestra corte, ni ningún
(hombre) pequeño
o grande, ni ningún hombre de cualquier nación, o de cualquier linaje, ni ningún
príncipe ni poderosos traten o deseen de corazón amparar a los judíos que no
se quisieron bautizar porque siguen en su fe y en sus costumbres, ni a los que fueren bautizados y se tornaren a su
perfidia y a sus malas costumbres. Que nadie ose defenderlos con su poder en
cosa alguna ya que estarían
(compartirían) en su maldad. Que nadie haga esfuerzos por ayudarlos, ni de razón, ni de
hecho, ya que iría en contra de la santa fe de los cristianos, ni intente, ni
diga, ni toque cosa contra ella
(la fe) ni en secreto, ni abiertamente. Y si alguno deseare hacerlo y éste es
obispo, clérigo, de orden o lego, que se le pruebe
(la culpa), sea separado de la compañía
de los cristianos, sea excomulgado por la Iglesia y pierda la cuarta parte de
toda su hacienda, pasando ésta al rey”
(82).
En esta forma sancionaron en esos críticos tiempos la Santa Iglesia y el
Estado católico, con la aprobación de la primera, a los cómplices del judaísmo
en el seno de la Iglesia y en las altas jerarquías del propio clero.
Volviendo al Concilio IV Toledano vamos a transcribir lo ordenado por el
Canon LIX que se refiere directamente a los judíos que habiéndose convertido
al cristianismo fueren después descubiertos en sus secretas prácticas del judaísmo.
Al efecto, dice el canon citado:
“Muchos
judíos admitieron la fe cristiana por algún tiempo y ahora blasfemando de
Cristo, no sólo se entregan a los ritos judaicos, sino que hasta llegan a
ejecutar la abominable circuncisión. Acerca de los cuales y a consulta del
piadosísimo y religiosísimo príncipe señor nuestro Rey Sisenando, decretó
este Santo Concilio, que semejantes transgresores corregidos por la autoridad
pontificial, sean vueltos al culto del dogma cristiano, de modo que aquéllos a
quienes no enmienda la voluntad propia, les refrene el castigo sacerdotal. Y
respecto a las personas a quienes circuncidaron, se ordena que si son hijos
suyos, sean separados de la compañía de sus padres; y su siervos, por la
injuria que se cometió en su cuerpo, se les conceda la libertad” (83).
Aunque tanto Cecil Roth como otros judíos afirman que las conversiones
en sí mismas eran fingidas –coincidiendo en ello con el historiador jesuita
Mariana y con lo asentado en diversos documentos medievales de fidelidad
indiscutible_, para la Iglesia, mientras no se probara que el cristiano converso
practicaba en secreto los ritos hebreos, era tenido por cristiano sincero; al
menos en los primeros tiempos.
Después se empezaron a considerar como sospechosos de criptojudaísmo a
todos los israelitas convertidos al cristianismo y a sus descendientes, porque
se pudo comprobar que, salvo algunas excepciones, todos se convertían
fingidamente y transmitían su religión oculta de padres a hijos. No es, pues,
extraño que en el Canon LIX acabado de citar, se tomaran medidas para evitar
que los criptojudíos –falsos conversos- transmitieran a sus hijos el rito
hebreo, separándolos de ellos con ese fin. Con el mismo objeto, el Santo
Concilio IV Toledano aprobó su Canon LX, que, según el compilador Tejada y
Ramiro, se refiere a los judíos llamados relapsos, es decir, a los cristianos
que reincidían en el delito de practicar el judaísmo en secreto. Dicho canon
dice:
“Decrétase
que los hijos e hijas de los judíos, con objeto de que no sean en adelante
envueltos en el error de sus padres, sean separados de su compañía, y
entregados o a un monasterio o a hombres o mujeres cristianas que teman a Dios,
a fin de que en su trato aprendan el culto de la fe; e instruidos mejor,
progresen en adelante en costumbres y creencias” (84).
Como
se podrá ver, los anteriores cánones iban dirigidos principalmente a destruir
la quinta columna judía introducida en la Santa Iglesia, ya sea castigando a
los falsos cristianos o tratando de evitar que éstos transmitieran a sus hijos
el clandestino rito. Para la Iglesia era y sigue siendo peligrosísimo tener en
sus filas miembros de la secta judaica disfrazados de buenos católicos que
aspiran a destruir al cristianismo, ya que eso significa tener el enemigo
dentro, y nadie ha discutido el derecho que tiene toda sociedad humana de
extirpar el espionaje de potencias enemigas, mucho menos al deshacerse de los
saboteadores. Las medidas tomadas por la Santa Iglesia para defenderse de la
infiltración judaica que trataba de desintegrarla por dentro, aunque pudieran
parecer muy rígidas, estuvieron completamente justificadas, como lo están las
que toman las naciones modernas en este sentido.
La
Historia comprobó que aun cuando el judaísmo público fue expulsado y
proscrito en muchas naciones, el criptojudaísmo por sí solo siguió viviendo
bajo la máscara del cristianismo; sin embargo, siempre se creyó muy lógico
que el trato de los judíos convertidos con los que seguían practicando públicamente
su rito era nocivo, ya que estos últimos podían inducir a judaizar a los
primeros.
En
el canon LXII del santo Concilio mencionado se trata de conjurar este peligro:
“De
los judíos bautizados que se reúnen con los judíos infieles.- Si pues muchas
veces la compañía de los malos, corrompe también a los buenos, ¿con cuánta
más razón a aquéllos que son inclinados al vicio? No tengan pues en adelante
trato alguno los hebreos convertidos al cristianismo, con los que aún conservan
el rito antiguo, no suceda que sean pervertidos por ellos; y cualquiera que en
lo sucesivo no evitara su compañía, será castigado del modo siguiente, si es
hebreo bautizado, entregándolo a los cristianos, y si no es bautizado, azotándolo
públicamente” (85).
El Canon LXIV niega la validez al testimonio no ya del judío público,
sino del cristiano criptojudío.
Hasta estos momentos la legislación cristiana había venido negando la
validez del testimonio de los judíos públicos contra los cristianos, pero el
Canon LXIV constituye una innovación, pues niega validez también al testimonio
del cristiano que practica en secreto el judaísmo:
Canon LXIV
“...No puede ser fiel para los hombres el que ha sido infiel para Dios, por lo
tanto los judíos que se hicieron cristianos y prevaricaron contra la fe de
Cristo, no deben ser admitidos como testigos aunque digan que son cristianos;
porque así como son sospechosos en la fe de Cristo, también deben tenerse como
dudosos en el testimonio humano...”
(86).
Más
lógica no puede ser la argumentación de los padres del concilio, ya que si los
judíos mienten en los asuntos de Dios, es lógico que mientan en los de los
hombres. Por otra parte, se ve claro que tanto San Isidoro de Sevilla como los
metropolitanos y obispos del concilio, ya conocían perfectamente las constantes
simulaciones y fingimientos en que vivían los falsos católicos criptojudíos.
Eso mismo podemos decir hoy en día de tantos que se dicen católicos pero que
actúan como israelitas.
A pesar de esta tremenda lucha defensiva de la Santa Iglesia y del estado
cristiano en contra de las infiltraciones peligrosas de la quinta columna
judaica, debe ésta haber seguido conquistando puestos en el gobierno, sobre
todo durante el nefasto reinado del filosemita Swintila, en grado tan peligroso
que tanto el monarca católico reinante como el santo Concilio IV Toledano se
decidieron a poner fin a semejante situación, incluyendo en sus sagrados cánones
la terminante prohibición de que los judíos pudieran obtener puestos públicos
en la sociedad cristiana.
Canon LXV. “...Por
precepto del señor y excelentísimo rey Sisenando, estableció este Santo
Concilio, que los judíos o los de su raza, no desempeñen cargos públicos,
porque con este motivo injurian a los cristianos y por lo tanto, los jueces de
las provincias, en unión de los sacerdotes, suspenderán sus engaños
subrepticios, y no les permitirán que desempeñen en cargos públicos; y si algún
juez lo consintiere, será excomulgado como sacrílego, y el reo del crimen de
subrepción, será azotado públicamente”.
El Canon LXVI llama textualmente a los judíos “ministros del
Anticristo” (87). Como otro canon ya citado señalaba a los obispos y
presbíteros que ayudaran a los hebreos, como formando parte del cuerpo del
Anticristo.
Es digno de notar que el Canon LXV introduce en las leyes de la Santa
Iglesia católica una innovación: ya no sólo se prohibe el ascenso a los
puestos de gobierno de los judíos declarados, sino de todos los de su raza.
Esto no debe interpretarse como una discriminación racial, ya que la
Santa Iglesia considera a todos los hombres iguales ante Dios, sin distinción
de raza, pero existiendo la convicción comprobada repetidamente por lo hechos,
de que los cristianos de raza judía –con rarísimas excepciones- practicaban
en secreto el judaísmo, era lógico que se tratara de evitar la infiltración
de los criptojudíos a los puestos públicos, como una medida defensiva vital
del estado cristiano, ya que si éste llegaba a ser gobernado por sus enemigos
mortales, enemigos capitales también de la Santa Iglesia, ambas instituciones
peligrarían gravemente. Cerrar a los judíos militantes o conversos las puertas
de la gobernación del Estado no sólo era prudente sino indispensable para
salvaguardarlo de la poderosa quinta columna, que en un momento dado podía
provocar su hundimiento. Así ocurrió en forma catastrófica cuando un
gobernante imbécil, violando todas estas leyes eclesiásticas y las promulgadas
por sus antecesores, dio de nuevo a los israelitas la posibilidad de que se adueñaran
de los puestos directivos en el Imperio Gótico. Esta ley de seguridad pública
es sin duda el precedente de otras más enérgicas y trascendentales que aprobó
la Santa Iglesia muchos siglos después.
Es justamente hacer notar que San Isidoro de Sevilla en su lucha contra
el judaísmo escribió dos libros contra los hebreos, que según el judío
Graetz fueron elaborados “...con
esa falta de gusto y de sentido, que había sido empleada por los Padres
(de la Iglesia),
desde un principio en la polémica bélica contra el judaísmo”
(88).
Es muy natural que a los hebreos no les gusten los libros antijudíos de
los Padres de la Iglesia, pero es necesario comprender que los israelitas
oscurecen la verdad histórica tratando de desprestigiar a los que han
combatido, aunque sean varones tan santos, doctos e ilustres como los Padres de
la Santa Iglesia.
Es
indudable que si San Isidoro de Sevilla y los metropolitanos y obispos del
Concilio IV Toledano hubieran vivido en nuestros aciagos días, habrían sido
acusados de antisemitismo o de racismo criminal, no solamente por los judíos
sino también por los clérigos que pasando por cristianos están realmente al
servicio del judaísmo.
NOTAS
[38]
Graetz, History of the Jews, tomo II, Cap. XXII,
pp. 613, 614.
[39] Graetz, obra citada, tomo II, Cap. XXII, p. 614.
[40] Graetz, obra citada, tomo II, Cap. XXII, p. 613.
[41] San Basilio y San Gregorio Nacianceno, Padres de la Iglesia. Carta publicada en Obras de San Juan Crisóstomo. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos, 1958, p. 7.
[42] Sources Chrétiennes, 13, p. 142 y ss., en Biblioteca de Autores Cristianos, Obras de San Juan Crisóstomo, Madrid, 1958, p. 5.
[43] Lo acabado de insertar esa falta santidad y esa censura de los “antis” es una adición hecha por los autores de este libro en sus nuevas ediciones en vista del grave mal que están haciendo, en los países católicos, los clérigos y seglares que propagan esas ideas, ya sea en lo individual o por medio, sobre todo, de organizaciones genialmente concebidas y hermosamente estructuradas que narcotizando a sus adherentes con una falsa mística, les impiden realizar una lucha eficaz en contra del comunismo y del poder judaico oculto que lo dirige y lo propaga; en cambio, toleran que se calumnien
[44] Graetz, obra citada, tomo II, pp. 615, 616.
[45] Graetz, obra citada, tomo II, p. 617.
[46] Graetz, obra citada, tomo II, pp. 618, 619.
[47] Enciclopedia Judaica Castellana, tomo II, p. 30, col. 1.
[48] Graetz, obra citada, tomo II, Cap. XXII, p. 619.
[49] Graetz, obra citada, tomo II, Cap. XXII, pp. 620, 621.
[50] Graetz, obra citada, tomo II, pp. 619, 620.
[51] Graetz, obra citada, tomo II, pp. 621, 622.
[52] Graetz, obra citada, tomo II, pp. 625, 626.
[53] Narcisse Leven, Cinquante
ans d´histoire: L´Alliance Israélite Universelle (1860-1910). París,
1911. Tomo I, pp. 3, 4.
[54] Graetz, obra citada, tomo II, p. 622.
[55] José Amador de los Ríos, Historia
de los judíos en España y Portugal. Madrid, 1875. Tomo
I, p. 75.
[56] Enciclopedia Judaica
Castellana. Vocablo arrianismo. Tomo I, p. 514, col. 1.
[57] Graetz, obra citada, tomo III, p. 27.
[58] José Amador de los Ríos, obra citada, tomo I, p. 79.
[59] Cecil Roth, Historia de los marranos, pp. 15, 16.
[60] Graetz, obra citada, tomo III, p. 26.
[61] Graetz, obra citada, tomo III, pp. 28, 29.
[62] José Amador de los Ríos, Historia de los judíos en España y Portugal, tomo I, p. 80.
[63] Graetz, obra citada, tomo III, p. 32.
[64] Cecil Roth, Historia de los marranos, p. 16.
[65] Sobre esta conversión forzada en el Imperio Bizantino, véase la Enciclopedia Judaica Castellana, vocablo Bizantino (Imperio), tomo II, p. 289, col. 1.
[66] Enciclopedia Judaica Castellana, vocablo Bizantino (Imperio), tomo II, p. 289.
[67] Cecil Roth, obra citada, p. 16.
[68] Cecil Roth, obra citada, p. 17.
[69] Enciclopedia Judaica Castellana, vocablo Bizantino (Imperio), tomo II, p. 289.
[70]
Graetz, History of the Jews, tomo III, pp. 25, 26.
[71] José Amador de los Ríos, Historia de los judíos en España y Portugal, tomo I, p. 82.
[72] Juan Tejada y Ramiro, Colección de cánones de todos los concilios de la Iglesia de España y América. Madrid, 1859. Tomo II, p. 304.
[73] José Amador de los Ríos, obra citada, tomo I, p. 83.
[74] San Gragorio Magno, citado por Graetz en History of the Jews, tomo III, pp. 33, 34.
[75] Graetz, obra citada, tomo III, p. 33.
[76]
José Amador de los Ríos, obra citada, tomo I, pp. 85, 87.
[77]
Juan de Mariana, S.J., Historia General de España. Valencia, 1785. Libro
VI, Cap. II.
[78]
Graetz, obra citada, tomo III, p. 49.
[79] Fuero Juzgo, Libro XII, Título II, Ley 14. La fórmula de maldición contra los reyes que no observaron la legislación antijudía, dice así: “Sit in hoc saeculo ignominiosior cunctis hominibus...Futuri etiam examinis terribile quum patuerit tempus, et metuendus Domini adventus fuerit reservatus, discretus a Chisti grege perspicuo, ad laevam cum hebraeis exuratur flammis atrocibus...” etcétera.
[80] Graetz, obra citada, tomo III, p. 49.
[81] Juan Tejada y Ramiro, Colección de cánones de todos los concilios de la Iglesia de España y América, tomo II, p. 305.
[82] Fuero Juzgo (en latín y castellano), cotejado con los más antiguos y preciosos códices por la Real Academia Española. Madrid, 1815.
[83] Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo II, pp.305, 306.
[84] Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo II, p. 306.
[85] Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo II, pp. 306, 307.
[86] Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo II, pp. 307.
[87] Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo II, p. 308.
[88]
Graetz, History of the Jews, tomo III, p. 50.