IDENTIDAD CATÓLICA

      

        TOMO II

[Capítulos 19-23]

 

Capítulo Décimonoveno

LOS CONCILIOS DE LA IGLESIA LUCHAN CONTRA EL JUDAÍSMO

 

            Ante la falsedad repetida de las conversiones de los judíos al cristianismo, la Santa Iglesia intentó tomar algunas precauciones que fueron aprobadas en distintos concilios.

            El Concilio de Agde, ciudad meridional de las Galias, celebrado en el año de 506 bajo los auspicios de San Cesáreo, Primado de la Provincia de Arlés, con la tolerancia de Alarico, estableció lo siguiente:

            Canon XXXIV. “Cómo se han de recibir los judíos que desean convertirse. Los judíos cuya perfidia los vuelve frecuentemente al vómito, si quisieren convertirse a la Ley católica, estarán ocho meses de catecúmenos y si se conoce que vienen con fe pura, pasado este tiempo, sean bautizados...” (152).

            Los hechos, sin embargo, demostraron que de nada sirvió este término de prueba para garantizar la sinceridad de sus conversiones.

            En el Concilio Trulano del año de 692, considerado como un suplemento de los Concilios Ecuménicos V y VI, se dice que la herejía de Nestorio renovaba la impiedad judía, cuando en su canon I, expresa:

            “Reconocemos al mismo tiempo, la doctrina proclamada en Éfeso por los doscientos divinos Padres persiguiendo la inepta división de Nestorio, como segregada de la suerte divina, puesto que declaraba que Jesucristo era hombre separadamente, renovando la impiedad judaica”.

            Y después, en su Canon XI, establece la pena de deposición para los clérigos que se relacionen íntimamente con los judíos. Se ve pues, que ya desde esos remotos tiempos fue para la Santa Iglesia una verdadera pesadilla la de esos sacerdotes que entablaban amistades peligrosas con los hebreos, habiendo tenido necesidad de establecer penas, hasta de destitución, para los clérigos amigos de los israelitas. Al efecto, el sagrado Canon XI, dice:

            “Ningún sacerdote o lego, coma los Ázimos de los judíos, tenga familiaridad con ellos, los visite en sus enfermedades, reciba sus medicinas, ni tampoco se bañe en su compañía; el que contraviniere a esta disposición, si es clérigo, sea depuesto, y si lego separado” (153).

            Y no es que la Santa Iglesia se apartara con esto de la caridad cristiana, que ha patrocinado siempre, ya que entre las obras de misericordia existe la nobilísima constumbre de visitar a los enfermos; sino que, conocedores los prelados de este santo Concilio del hecho, universalmente comprobado, de que los hebreos aprovechan siempre hasta las generosas obras de la cristiana caridad para adquirir influencia sobre los cristianos con miras a socavar nuestra santa religión, vieron de urgente necesidad prohibir todo aquello que pudiera tender lazos de peligrosa amistad entre cristianos y judíos; misma que pusiera a los primeros en peligro de caer en las garras de esos viejos lobos.

            Es indudable que tuvo razón la Santa Iglesia al amenazar a los clérigos con la destitución y con la separación de la Iglesia a los seglares amigos de los judíos, ya que estas familiaridades –como las llama el canon- han demostrado siempre, a medida que se estrechan, constituir un peligro mortal para la Cristiandad.

            ¿Qué ocurriría si se aplicara este sagrado canon a los clérigos que en la actualidad tienen tanta familiaridad y estrecha amistad con los israelitas en esas llamadas confraternidades judeo-cristianas de nuestros días? Si se les aplicase este canon, de seguro que se daría un paso agigantado para salvar a la Santa Iglesia del sabotaje mortal de la quinta columna judía en el clero.

 

            EL CONCILIO ECUMÉNICO II DE NICEA Y LOS CRIPTOJUDÍOS

 

            La peste de los falsos cristianos, judíos en secreto, llegó a constituir tal peligro para la Cristiandad a fines del siglo VIII –sobre todo después de la caída del Imperio Visigodo en manos de los musulmanes-, que el Concilio Ecuménico II de Nicea estableció que los conversos que practicaban en secreto el judaísmo, era preferible que fueran hebreos manifiestos y no falsos cristianos. Las actividades anticristianas que en el  seno de la Santa Iglesia realizaban los israelitas, ya propagando herejías revolucionarias, ya conspirando contra los reyes, ya poniéndose en connivencia con los musulmanes para entregarles los estados cristianos, habían sembrado tal alarma en la Cristiandad, que la Santa Iglesia prefería mejor que siguieran siendo judíos públicos y declarados, y no falsos conversos. En esta forma, la Iglesia tendría al enemigo fuera y no dentro de sus propias filas.

            Las medidas tomadas, a este respecto, por el santo Sínodo no pudieron ser más acertadas, pero por desgracia, los israelitas ya habían notado las grandes ventajas que les proporcionaba su infiltración en el seno de la Iglesia y de la sociedad cristiana.

            El Canon VIII del Concilio Ecuménico II de Nicea, dice textualmente:

            “Y porque algunos hebreos aparentaron hacerse cristianos, pero en secreto judaizan y guardan el sábado, establecemos: que no sean admitidos a la comunión, a la oración ni a la Iglesia; sino que sean al descubierto verdaderos hebreos, no sean bautizados sus hijos, ni se les permita que compren o posean siervos. Pero si alguno, obrando con pureza y sinceridad, se convirtiere y divulgare sus costumbres y cosas, cual si hubiera obtenido un triunfo, será admitido y bautizado lo mismo que sus hijos, empleando cautela para no dejarse volver a seducir; mas si no se portan así, no serán admitidos” (154).

            El Concilio Ecuménico que estamos citando, se ocupó también de la condenación de la herejía de los iconoclastas.

            No hay cosa que odien más los israelitas que las imágenes católicas, a las que llaman ídolos. Por ello, siempre que han podido ejercer su influencia sobre cierto sector de la Cristiandad, han pretendido suprimir las imágenes. La herejía de los iconoclastas fue inspirada por los israelitas, cuyos falsos conversos criptojudíos viven más a gusto en un cristianismo sin imágenes, porque les cuesta trabajo rendirles aunque sea simple veneración. Sin embargo, prácticos como lo son cuando por algún motivo les ha convenido no contrariar los sentimientos de la población cristiana, han tenido que tolerar el culto a las imágenes y hasta han llenado de éstas sus hogares.

            Fue un judío prestidigitador, según el historiador eclesiástico Juan Tejada y Ramiro, quien inspiró al emperador bizantino, León el Isaurio, las ideas iconoclastas. Dicho monarca tomó con tanto fanatismo estas tendencias, que empezó por derribar la imagen de Nuestro Señor Jesucristo que estaba colocada a gran altura sobre la puerta de Constantinopla, imagen que, según afirma el docto compilador de cánones, “...con despecho de los judíos, desde hacía muchos años, que veneraba el pueblo” (155).

            El Concilio Ecuménico que estamos citando, entre otras medidas tomadas contra la herejía, ordenó la destitución de los obispos, presbíteros o diáconos que ocultaban los libros propagadores de las ideas iconoclastas. Así, el Canon IX, prescribe:

            “Todas las burlas infantiles e insanas diversiones y escritos que han sido hechos falsamente contra las venerables imágenes, conviene que sean dados al Obispo Constantinopolitano, para que se incluyan con los libros de los demás herejes. Pero si se encontrare que cualquiera oculta estas cosas, si fuere obispo, presbítero o diácono, sea depuesto. Pero si fuere monje o laico, sea excomulgado” (156).

            La Santa Iglesia no sólo actuaba contra criptojudíos y herejes, sino de manera muy enérgica contra los obispos y demás clérigos que ayudaban a la herejía o al judaísmo.

            A medida que fue creciendo la acción destructora de la quinta columna, la acción defensiva de la Santa Iglesia fue extremándose más y más. Ya en este santo Concilio Ecuménico de Nicea se establece la pena de destitución contra los obispos y clérigos que simplemente escondan los libros heréticos. ¿Qué merecerán en la actualidad esos altos clérigos que no sólo esconden los libros masónicos o comunistas, sino que colaboran activamente para que las herejías masónicas y comunistas destrocen a la Cristiandad?

            Volviendo al iconoclasta emperador León el Isaurio, es útil hacer notar que a los judíos les pasó con él lo mismo que con Martín Lutero. Al principio se alió con ellos contra la ortodoxia, pero cuando se dio cuenta del inmenso peligro que significaban para su imperio, trató de conjurar dicho peligro recurriendo al mismo lamentable recurso que habían utilizado los católicos: el de presionar a los hebreos para que se convirtieran al cristianismo. Los puso, pues, ante la disyuntiva de convertirse o ser castigados severamente.

            Sobre la “sinceridad” de esta nueva conversión general de judíos en Grecia y los Balcanes, parte de Asia Menor y demás dominios del Imperio Bizantino, el historiador israelita Graetz, dice lo siguiente:

            “León el Isaurio, hijo de padres aldeanos, habiéndole los judíos y los árabes llamado la atención sobre el carácter idolátrico del culto a las imágenes, que se practicaba en las iglesias, llevó a cabo una lucha con la intención de destruir esas imágenes. Sin embargo, habiendo sido acusado como un hereje y un judío ante las turbas incultas, por el clero adorador de imágenes, León procedió a reivindicar su ortodoxia persiguiendo a los herejes y a los judíos. Promulgó un decreto ordenando a todos los judíos del Imperio Bizantino y a los restos de Montanistas de Asia Menor, a abrazar el cristianismo de la Iglesia Griega, bajo la amenaza de severo castigo (año de 723). Muchos judíos se sometieron a este decreto, y con repugnancia recibieron el bautismo; fueron pues menos firmes que los Montanistas, quienes para permanecer fieles a sus convicciones, se reunieron en su Casa de Oración, le pegaron fuego y perecieron en las llamas. Los judíos que permitieron que los bautizaran, fueron de la opinión de que la tormenta pasaría pronto, y que se les volvería a permitir regresar al judaísmo. Por ello, abrazaron el cristianismo sólo en lo exterior, ya que ellos observaban en secreto los ritos judíos...”; y termina el célebre historiador hebreo con este muy ilustrativo comentario: “Así, los judíos del Imperio Bizantino se esfumaron, ante las incesantes persecuciones, y por un tiempo permanecieron ocultos a los ojos de la historia” (157).

            Estas desapariciones del judaísmo para permanecer oculto a los ojos de la historia, usando estos felices términos de Graetz, han sido siempre de lo más peligroso, ya que de ser una quinta columna visible, se transforma en un poder oculto, en una fuerza invisible que, como tal, es mucho más difícil de combatir. Con el tiempo, los Balcanes, minados por completo por este poder oculto, habrían de convertirse en peligroso epifoco de las sectas secretas de los cátaros. Después, dicho poder oculto se torna en traidora quinta columna que entrega el imperio cristiano a los turcos musulmanes; y en los tiempos modernos, en semillero de organizaciones carbonarias y terroristas, que tanta influencia tuvieron en el desencadenamiento de la guerra mundial 1914-1918.

            Ya veremos, después, cómo desapariciones similares del judaísmo –para permanecer oculto a los ojos de la historia- tuvieron lugar en toda Francia, Inglaterra, Rusia, imperio español y portugués, y en partes de Italia, Alemania y de otros países de la Cristiandad, con resultados desastrosos, a la larga, para esas naciones y para la humanidad entera.

            Sobre la terrible lucha que tenían que sostener la Santa Iglesia y las monarquías cristianas en contra del judaísmo en Francia, vamos a dejar un poco la palabra al historiador israelita Graetz, cuya autoridad, además de insospechable de antisemitismo, es tan respetada en los medios hebreos. Refiriéndose al rey Segismundo de Burgundia, constata que:

            “Fue este rey, quien levantó primero (en Francia) las barreras entre cristianos y judíos. El confirmó la decisión del Concilio de Epaone, verificado bajo la presidencia del obispo sediento de sangre Avito, prohibiendo incluso a los laicos tomar parte en banquetes judíos (año 517).

            Un espíritu de hostilidad hacia los judíos gradualmente se esparció de Burgundia hacia los países franceses. Ya en los Concilios III y IV de Orleans (538 y 545), se aprobaron en contra de ellos severas disposiciones...

            El Concilio de Mâcon (581) adoptó varias resoluciones asignando a los judíos una posición de inferioridad en la sociedad. Se les prohibía ser jueces, recolectores de impuestos, `por recelo de que apareciera sujeta a ellos la población cristiana´. Se les obligó a mostrar profunda reverencia a los sacerdotes cristianos...Aun el rey Chilperico, aunque no tenía buena  voluntad para el clero católico, imitó el ejemplo de Avito. El también obligó a los judíos de su imperio a recibir el bautismo, y él personalmente acudió a la pila bautismal como padrino de los neófitos. Pero él se contentaba con la mera apariencia de la conversión, y no hostilizó a los judíos aunque ellos continuaran celebrando el sábado y observaran las leyes del judaísmo” (158).

            Error lamentable de este monarca que, por una parte, presiona a los judíos para que se conviertan sirviéndoles hasta de padrino de bautismo; y, por otra parte, permite que los nuevos cristianos practiquen en secreto el judaísmo, facilitando así la creación y fortalecimiento de ese poder oculto que tantas discordias y revoluciones había de provocar en Francia, en los siglos venideros.

            Sobre esta conversión de judíos del tiempo de Chilperico, San Gregorio, Obispo de Tours, llamado con toda razón el padre de la Historia Francesa, nos narra que entre los obligados a convertirse figuró, ni más ni menos, que Priscus, tesorero real, lo que equivale en la actualidad a ministro de Hacienda (159), el cual, como se negara a hacerlo, fue encarcelado y después asesinado por otro judío converso; este  último, a su vez, muerto por un pariente del ex-tesorero real (160). La caída de Priscus fue un duro golpe para los hebreos, que tenían como arma favorita el encumbrar a uno de los suyos como tesorero real, para lograr en esa forma una influencia decisiva sobre los monarcas cristianos, aprovechando la fama de buenos financieros y hacendistas que tenían los israelitas y los cristianos criptojudíos. Refiriéndose  Graetz, a Clotario II y al santo Concilio de París, dice:

            “Los últimos reyes merovingios se tornaron más y más fanáticos, en consecuencia, su odio a los judíos creció. Clotario II a quien fue entregado el dominio completo del Imperio Franco (613), era un matricida, pero sin embargo era considerado como un modelo de piedad religiosa. El sancionó decisiones del Concilio de París, que prohibió a los judíos adquirir poderes en la magistratura, y tomar parte (615) en el ejército” (161).

            Aquí Graetz, después de observar el tradicional sistema de enlodar la memoria de los gobernantes que han luchado contra el peligro judío, dice algo que es una gran verdad: que un cristiano, cuanto más fanático es (los hebreos llaman fanático a un cristiano celoso de defender a su religión y a su patria), tiene que ser más antijudío. Esto no tiene nada de extraño si se toma en cuenta que los hebreos son los enemigos capitales de la Cristiandad y del género humano y si se llaga a comprender que quien defiende a la Iglesia, a su patria o a la humanidad, tiene que enfrentarse con energía al enemigo número uno, si no quiere fracasar en su defensa. Por ello, el gran Padre de la Iglesia, San Jerónimo, decía que si para ser buen cristiano era preciso abominar a los judíos y al judaísmo, él quería hacerlo en forma ejemplar. Sólo los falsos cristianos que practican el judaísmo en secreto tratan de negar esta doctrina tradicional de la Iglesia y hacernos creer que es pecado enfrentarse a los judíos y a su imperialismo satánico, para paralizar con ello las defensas de la Iglesia y de la civilización cristiana.

            Con respecto a esta enconada lucha de la Santa Iglesia contra la sinagoga, el rabino Jacob S. Raisin dice que ya en las Galias, desde tiempo de Clodoveo –que había destruido el arrianismo-, el Obispo San Avito incitó a las turbas a destruir sinagogas el día de la Ascensión (162). Ya vimos cómo otro historiador israelita, Graetz, califica a este prelado como “obispo sediento de sangre”.

            Lo que ocurría es que en esos tiempos gloriosos para la Iglesia, los obispos consideraban como una obligación defenderla de sus enemigos capitales y como buenos pastores protegían a sus ovejas del lobo, mientras que ahora no sólo no las defienden, sino que los nuevos Judas ni siquiera les permiten que se defiendan de los lobos.

            El rabino que estamos citando se refiere después a los acuerdos antijudíos de los concilios de Agde y de los primeros de Orleans, que ya hemos señalado, para hacer notar que el Concilio de Orleáns, que tuvo lugar en 541, decretó la confiscación de bienes para el judío que reconvirtiera a otro judío (163), es decir, a un cristiano descendiente de judíos. Como se ve, también este santo Sínodo se preocupó por evitar la continuidad del judaísmo clandestino, que hubiera podido acabarse si se hubiera logrado que los cristianos descendientes de israelitas no hubieran sido iniciados en el judaísmo. Para evitar eso, el Santo Concilio estableció la pena de confiscación de bienes para los infractores. Se ve que los prelados del Concilio entendían bien el problema.

            El historiador judío Josef Kastein, refiriéndose en general a la lucha gigantesca entablada en estos tiempos entre la Santa Iglesia y los judíos, hace constar que:

            “La Iglesia cristiana, ya sea en Italia, ya en la Galia, en el Imperio Franco o en España, desató la lucha contra el judaísmo” (164).

            Es indudable que por tal motivo la Santa Iglesia hubiera sido condenada en nuestros tiempos de racismo o antisemitismo por los cómplices de la sinagoga en las filas de la Cristiandad.

            El diligente, aunque apasionado rabino Raisin, relata cómo con posterioridad, en Tolosa tres veces al año, se azotaba primero a todos los hebreos de la población y después sólo a su rabino, “...con el pretexto de que los judíos, en cierta ocasión, intentaron entregar la ciudad a los moros” (165).

            Es muy conocido el intento que realizó la quinta columna judía en Francia, la cual, imitando a los hebreos quintacolumnistas del Imperio Gótico, pretendió entregar a los musulmanes este otro cristianísimo imperio; por fortuna, Carlos Martell hizo fracasar para siempre este criminal empeño. Después de las matanzas de cristianos ocurridas en España por esta causa, es comprensible la indignación que tenían contra los israelitas los habitantes de Tolosa, que harto hacían con permitir que siguieran viviendo en su ciudad tan peligrosos traidores. Es muy lamentable que los hebreos hayan tenido que recibir, por tal motivo, una azotaina al año, pero es justo tener en cuenta que en todas partes las naciones del mundo ese tipo de traición a la Patria se castiga no con azotes, sino hasta con la pena de muerte.

            Con Dagoberto I (600-638), la monarquía merovingia llega a su apogeo; sus dominios se extendían desde el Elba hasta los Pirineos y desde el Atlántico hasta las fronteras de Bohemia y Hungría. Dagoberto I, hijo de Clotario II, tuvo como tutor durante su minoría de edad a Arnulfo, Obispo de Metz. Más tarde, entregó vitales puestos de su gobierno a venerados santos canonizados por la Iglesia, como San Ovano, a quien dio el cargo de Canciller de Neustria y que fue después Obispo de Ruán, y a San Eloy, a quien nombró su tesorero real y quien, al retirarse del mundo, fue designado Obispo de Noyon.

            La situación de la Cristiandad en sus dominios era sumamente grave, pues se encontraba minada por completo por los falsos cristianos criptojudíos, cuyas simulaciones toleró Chilperico en la forma indicada. Dagoberto I llevó una vida sexual desordenada, sin que pudieran refrenarla sus consejeros tan ilustres, pero por otra parte comprendió –debido quizá a la sabia formación y consejo de tan santos varones- el peligro que representaban los judíos de sus dominios, cubiertos muchos, a la sazón, con la máscara de un falso cristianismo. Debido a ello, Dagoberto I trató de poner un remedio radical: promulgó en el año de 629, un decreto en que declaró que, o abrazaban con sinceridad el cristianismo todos los hebreos del reino antes de un día determinado, o serían considerados como enemigos y condenados a muerte.

            Este enfoque de la situación dado por Dagoberto I, al considerar como enemigos a los judíos, correspondía, por desgracia, a una realidad existente siglos atrás; el propio San Pablo, con su divina inspiración, los llamó enemigos de todos los hombres. Lo grave para Francia y el sur de Alemania fue que se les dejó abierta la puerta de escape una vez más; error capital que siguieron cometiendo, siglos después, todos los monarcas cristianos, ya que para salvarse, los israelitas siempre juraron y prometieron ser en lo sucesivo cristianos sinceros y leales, escondiendo, al mismo tiempo, con mayor habilidad su judaísmo clandestino. Hubiera sido preferible que Dagoberto I los hubiera expulsado en masa como se expulsa del país cuya hospitalidad se traiciona, a todo extraño dañino y conspirador, dejándoles la oportunidad de convertirse sinceramente al cristianismo en otras tierras. Así se hubieran librado Francia y Alemania de la terrible quinta columna y de la demoledora fuerza oculta que ha terminado por dominar, sobre todo a Francia, en perjuicio del cristianismo y de los mismos franceses.

            El judaísmo, una vez más desapareció de la superficie por un tiempo solamente, para infiltrarse en forma peligrosísima, en todos los sectores del Imperio Franco, en el clero y en la corte, provocando años después, la más tremenda descomposición de la sociedad cristiana, en tiempos de Luis el Piadoso.

           

            EL JUDAÍSMO ALEMÁN Y LOS ERRORES NAZIS.

 

            Para terminar, diremos algo sobre el origen de los judíos alemanes, cuyo pelo y ojos azules contrstan con otro tipo de hebreos. Afirmaba el israelita Graetz, que el origen de los judíos en el sur de Alemania fue el siguiente:

            “...los primeros judíos del distrito del Rhin son descendientes de los legionarios germanos que tomaron parte en la destrucción del Templo. De entre las grandes masas de prisioneros judíos, los vangiones (suevos-germanos) escogieron a las mujeres más bellas y las llevaron con ellos a sus puestos en las orillas del Rhin y del Meno, obligándolas a satisfacer sus deseos. Los hijos engendrados entonces, de padre germano y madre judía, fueron criados e iniciados por sus madres en la religión judaica; ya que sus padres no se preocupaban al respecto”. (166).

            Si se toma en cuenta que las conversiones fingidas de judíos al cristianismo empezaron en las posesiones de los merovingios en tiempo de Chilperico y de Dagoberto I, se podrá comprender que la existencia de la quinta columna hebrea en la Cristiandad alemana data de tiempos remotísimos, y que por lo tanto los nazis cometieron el más grave error cuando creyeron que podrían localizar todas las ramificaciones secretas del judaísmo con una investigación genealógica de tres generaciones.

            Evidentemente los falsos cristianos criptojudíos pudieron, de esta manera, infiltrar el propio nazismo y realizar labor de espionaje y sabotaje que facilitó el triunfo de las potencias enemigas de Alemania en la Segunda Guerra Mundial.

 

 

Capítulo Vigésimo

            INTENTO DE JUDAIZACIÓN DEL SACRO IMPERIO ROMANO GERMÁNICO.

 

            Los siguientes hechos son de vital importancia para los dirigentes religiosos y políticos de todos los tiempos, ya que el judaísmo, sobre todo el clandestino, constituye un poder oculto cuya peligrosidad en toda su magnitud puede pasar inadvertida, en ciertas circunstancias, hasta para los más geniales caudillos: la hábil diplomacia de la sinagoga los puede inducir a cometer errores que con el tiempo pueden acarrear desastrosos resultados para la nación y, en algunos casos, para todo el orbe.

            Lo ocurrido a uno de los más grandes genios políticos de la Era Cristiana, debe constituir un poderoso llamado de atención para todos aquellos caudillos o jerarcas que, subestimando la maldad o la peligrosidad de los judíos, atraídos por tales o cuales ventajas momentáneas que puede representar su colaboración ofrecida en los términos más atractivos, se lanzan a jugar con fuego pensando que no se quemarán, influidos, quizá, por esa natural tendencia a creerse omnipotentes, que por lo general llegan a tener, con bastante fundamento, los grandes personajes de la humanidad.

            Carlomagno, el restaurador del Imperio Romano de Occidente, el gran protector de la Santa Iglesia, el gran impulsor de las ciencias, de las artes y del comercio, uno de los genios políticos más notables de todos los tiempos, tuvo, sin embargo, una gran debilidad: la de sucumbir ante los hábiles engaños y la muy diestra diplomacia del judaísmo. Y aprovechando el anhelo de unidad de los pueblos y de las razas, característico del nieto de Carlos Martell, la bestia judaica explotó la natural compasión del Emperador por los oprimidos y los perseguidos y capitalizó en su favor el deseo del monarca –por otra parte acertadísimo- de engrandecer y fortalecer su imperio, extendiendo su comercio. Carlomagno libertó a la bestia que con bastante motivo y prudencia habían encadenado los merovingios, devolviéndole su libertad de acción sin reparar que al hacerlo violaba los cánones de la Santa Iglesia a la que por otra parte colmaba con toda clase de beneficios.

            Con su habilidad secular, supieron los hebreos mover la natural compasión del Emperador hacia “los oprimidos”, logrando que les diera toda clase de libertades. Como de costumbre, supieron tornar esa compasión en simpatía, convenciéndolo de que la grandeza del imperio sólo se consolidaría con su pujanza económica, y ésta con el desarrollo de un comercio floreciente. Y como los israelitas a la sazón casi monopolizaban el comercio del mundo, convencieron al emperador Carlomagno de la utilidad de emplearlos para extender por todo el orbe el comercio del sacro Imperio. Se puede suponer fácilmente lo atractiva que debió haber parecido semejante perspectiva en los tiempos en que, por dedicarse la nobleza exclusivamente al arte de la guerra y lo siervos al cultivo del campo, los judíos, y los cristianos criptojudíos, eran casi los únicos que se dedicaban a estas actividades.

            Comentando la nueva política de Carlomagno hacia los judíos, el historiador israelita Graetz consigna:

            “Aunque Carlomagno fue un protector de la Iglesia y ayudó a establecer la supremacía del Papado, y el Papa Adriano, contemporáneo del Emperador era todo menos amigo de los judíos, habiendo exhortado repetidamente a los obispos españoles a que ordenaran a los cristianos que no intimaran con los judíos y con los paganos (árabes). Carlomagno estaba muy lejos de compartir los prejuicios del clero hacia los judíos. Y contrariando todos los preceptos de la Iglesia y las decisiones de los concilios, el primer Emperador Franco favoreció a los judíos de su Imperio...

            Los judíos eran en ese período los principales representantes del comercio del mundo. Mientras los nobles se dedicaban al negocio de la guerra, los plebeyos a los oficios, y los aldeanos y los siervos a la agricultura, los judíos que no estaban sujetos a prestar el servicio militar y no poseían tierras feudales, dirigieron su atención a la importación y exportación de mercancías y de esclavos, de manera que el favor con que los benefició Carlomagno fue en cierta forma un privilegio acordado a una compañía comercial” (167).

            El historiador judío Josef Kastein, refiriéndose a Carlomagno, afirma:

            “El supo valuar exactamente a los judíos como los principales sostenes del comercio internacional. Sus conexiones extendidas desde el Imperio Franco hasta la India y China. Sus comunidades esparcidas por todo el mundo actuaban como agencias; poseían una maravillosa facilidad para los idiomas, y estaban admirablemente adecuadas para actuar como eslabones entre Oriente y Occidente” (168).

            Si en la actualidad los historiadores hebreos nos presentan este bosquejo de sus posibilidades en forma tan atractiva, es fácil imaginar cómo lo habrán presentado a Carlomagno para ganarse su apoyo.

            Pero no sólo lograron ese apoyo en materia comercial, sino que siguieron su tradicional táctica, los israelitas, ganada una posición, intentaron luego ganar otra, después la siguiente., posteriormente otra más, y así sucesivamente. El judío Sedecías logró convertirse en el médico de confianza del Emperador, con lo que obtuvieron los israelitas acceso a la corte, en la que bien pronto se les ve desempeñar puestos importantes en el servicio diplomático de Carlomagno. Este mandó como embajador al judío Isaac ante el gobierno de Haroud al-Rashid (169), bajo cuyo reinado llegó a su apogeo el califato de Bagdad, que por otra parte, justamente alarmado por el creciente poderío del judaísmo en tierras islámicas, emprendía contra éste medidas defensivas; entre otras, la de obligar a los hebreos a llevar una señal que los distinguiera de los musulmanes, medidas que contrastaban notablemente con la protección que les brindaba el Emperador cristiano (170).

            El israelita Graetz afirma que la protección de Carlomagno facilitó la introducción de los judíos al norte de Alemania y su penetración a los países eslavos (171).

            La actualización constructiva de los hebreos en tiempo de Carlomagno  nos enseña cómo los israelitas iniciaron una nueva táctica, consistente en portarse bien y servir al monarca cristiano lealmente a cambio de que éste los soltara de las cadenas que les impedían la libertad de movimientos, y poder ir ganando y escalando posiciones dentro del Estado cristiano. Inicialmente se abstuvieron de realizar cualquier labor subversiva mientras viviera el monarca, genial y poderosísimo, que los hubiera aplastado sin duda al primer mal paso que hubieran dado, y siguieron contando, mientras tanto, con la protección imperial y adquiriendo más y más fuerza para dar, en el momento oportuno, el zarpazo traidor, cosa que ocurrió cuando muerto el Emperador lo sucedió en el trono su hijo, un hombre mediocre, débil de carácter, tornadizo y fácil de manejar.

            En efecto, fallecido Carlomagno lo sucedió su hijo Luis, que debido a la extremada piedad que lo caracterizó durante sus primeros años, recibió el calificativo de Luis el Piadoso; pero éste, desgraciadamente, fue un hombre carente de talento y de fuerza de voluntad, fácil presa de los aduladores y de quien supiera manejarlo hábilmente.

            Al heredar el trono, empezó a desterrar a sus medios hermanos y después a los ministros de su padre. A Bernardo, rey de Italia, que se había rebelado contra él, le mandó sacar los ojos, hechos todos que hacen ver que la llamada piedad de este monarca no era tan auténtica como parecía.

            Muerta su primera esposa se casó con Judith, que apareció en la corte rodeada de israelitas y que como nueva emperatriz, en unión del tesorero real Bernardo, llegó a ejercer una influencia decisiva sobre el monarca. En la corte éste apoyó a los judíos públicos y a cristianos descendientes de israelitas, cosa que no es de extrañar si se tiene en cuenta que el Emperador, desde niño, había visto que su padre protegía a los hebreos y los encumbraba.

            Es evidente que si no hubiera sido por el surgimiento de nuevos caudillos cristianos antijudíos que con indomable energía lucharon en contra de la bestia hebraica, el Sacro Imperio Romano Germánico hubiera caído, quizá, hace once siglos en las garras del imperialismo judaico, y al caer ese imperio –que era a la sazón el más poderoso del mundo-, el judaísmo, tal vez, hubiera logrado en breve la conquista del orbe entero.

            El rabino Jacob S. Raisin dice, refiriéndose a Luis el Piadoso, lo siguiente:

            “Luis el Piadoso (814-840), fue todavía más allá que su padre. El notificó a todos los obispos, abades, condes, prefectos, gobernadores, etc., que los judíos estaban bajo la protección del Emperador y que no debían ser molestados ni en la observación de su religión ni en su tráfico comercial”. Sigue mencionando otros beneficios que acordó Luis a los hebreos, para luego decir: “Y debido a que los judíos se abstenían de hacer negocios en sábado, el día de mercado que era éste fue cambiado al domingo. Luis también nombró un magistrado especial para defender a los judíos contra la intolerancia del clero”.

Respecto a la lucha emprendida contra los hebreos por Agobardo, Arzobispo de Lyon y San Bernardo, Arzobispo de Viena, dice el estudioso rabino:

            “Las reacciones de la Iglesia en contra de las medidas de Luis suprimiendo ciertas incapacidades legales de los judíos, fueron expresadas por Agobardo, Arzobispo de Lyon (779-840), quien junto con San Bernardo, Arzobispo de Viena, destituyeron al Emperador, quien a su vez los destituyó a ellos. En cuatro cartas dirigidas al rey, los obispos y el clero, se quejaban de esas gentes (los judíos) `que se vestían con la maldición como si fuese vestido´, y que alardeaban de ser muy apreciadas por el rey y por la nobleza; que por otra parte las mujeres observaban el sábado con los judíos, y trabajaban con ellos el domingo, y tomaban parte en sus comidas en la cuaresma, y que los judíos no sólo convertían a los esclavos paganos, sino que en su calidad de cobradores de impuestos, sobornaban a los aldeanos, induciéndolos a aceptar el judaísmo, a cambio de condonarles dichos impuestos” (172).

            Se ve, pues, que los israelitas aprovechaban en máxima escala la protección del Emperador y de la nobleza y hasta su posición como cobradores de las contribuciones para presionar al pueblo cristiano a convertirse al judaísmo y renegar de su propia fe. En esos tiempos, es indudable que la sinagoga pensó dominar a los pueblos por medio de la judaización de los cristianos utilizando el llamado proselitismo de la puerta. Los sistemas han sido distintos en las diferentes épocas y países, pero la finalidad ha sido siempre la misma, o sea, la conquista y dominio de los pueblos que ingenuamente admitieron a los judíos dentro de su territorio.

            San Bernardo, Arzobispo de Viena, y Agobardo, Arzobispo de Lyon, unieron la pluma a la acción en la lucha sin cuartel contra los judíos, siendo interesante para los estudiosos del problema hebreo el libro escrito por Agobardo contra los judíos, el cual fue elaborado con la valiosa colaboración de San Bernardo de Viena.

            El historiador hebreo Josef Kastein dice que Luis el Piadoso:

            “No sólo tomó bajo su personal protección a los judíos, individualmente, sino a las comunidades, otorgándoles derechos y un `magister judaeorum´ que velara porque estos derechos fueran respetados” (173).

            Para darnos cuenta en forma más clara de la dura situación del cristianismo en este funesto reinado, dejaremos la palabra una vez más al prestigioso historiador judío Heinrich Graetz, quien refiriéndose a la actitud del Emperador hacia los israelitas:

            “El los tomó a ellos bajo su especial protección, defendiéndolos de las injusticias tanto de los barones como del clero. Ellos tuvieron el derecho de residir en cualquier parte del reino. A pesar de numerosos decretos que lo prohibían, ellos no sólo pudieron emplear trabajadores cristianos, sino también importar esclavos. Al clero le fue prohibido bautizar a los esclavos de los judíos, así como darles la posibilidad de recobrar la libertad. En atención a ellos el mercado fue cambiado del sábado al domingo...Fueron además librados de la sujeción a las pruebas duras y bárbaras del fuego y del agua...Ellos también arrendaban los impuestos y obtenían por medio de este privilegio un cierto poder sobre los cristianos, aunque ello contrariaba lo ordenado por las leyes canónicas” (174).

            Estos hechos nos hacen ver el grado de preponderancia que los judíos habían adquirido sobre los cristianos en el Sacro Imperio, ya que por una parte mientras éstos yacían sujetos a las pruebas entonces acostumbradas del fuego y del agua, los hebreos recibían el privilegio especial de no estar sujetos a ellas; además, como en el mundo cristiano de esa época se observaba rigurosamente la festividad del domingo, el mercado se realizaba los sábados, siendo inaudito que en una monarquía cristiana en esos tiempos se haya llegado al extremo de dar gusto a los israelitas cambiando  el mercado del sábado al domingo, permitiéndoles a los judíos guardar su día de fiesta y no así a los cristianos. Ni en el mundo tan judaizado de nuestros tiempos se ha llegado a tales extremos.

            Esto demuestra quiénes eran los que verdaderamente gobernaban en la corte de Luis y de Judith, en donde para colmo de desgracias los hebreos, por medio del arrendamiento, dueños de los impuestos, utilizaban tan valiosa posición para presionar económicamente a los aldeanos, induciéndolos a renegar del cristianismo y a adoptar el judaísmo con el aliciente de condonarles o rebajarles las agobiadoras cargas impositivas. Ahora eran los judíos los que en una monarquía cristiana trataban de obligar a los fieles cristianos a renegar de su fe. Los papeles se habían cambiado en unos cuantos años de política filosemita.

            Esta lamentable situación empezó a prepararse desde tiempos del mismo Carlomagno debido al contacto y convivencia de judíos y cristianos; tal hecho nos lo comprueban las lamentaciones del Papa Esteban III, a quien cita el docto historiador Josef Kastein, el cual transcribe textualmente la queja enviada por el Papa Esteban III al Obispo de Narbona, en el sur de Francia, expresándole:

            “Con gran pena y mortal ansiedad hemos oído de que los judíos...en territorio cristiano y gozando de los mismos derechos que los cristianos, poseen en propiedad bienes alodiales en la ciudad y en los suburbios que ellos llaman su ciudad...Hombres cristianos y mujeres viven en el mismo techo con estos traidores y manchan sus almas día y noche pronunciando palabras de blasfemia” (175).

            El Papa Esteban III al llamar traidores a los judíos puso el dedo en la llaga, siendo seguro que si hubiera vivido en nuestros días, habría sido condenado por racista y antisemita. Por otra parte, parte comprender otro de los motivos de queja del Papa, es necesario aclarar que en esos tiempos los bienes raíces estaban sujetos a los derechos feudales, con excepción de los llamados bienes alodiales, que constituían un verdadero privilegio para unos cuantos nobles, pero del cual gozaban los judíos de Narbona en contraste con el pueblo cristiano que no gozaba de tales prebendas.

            Señala Graetz que la principal razón por la que los israelitas lograron tanta protección fue que:

            “La emperatriz Judith, segunda esposa de Luis, es muy amistosa hacia el judaísmo. Esta hermosa e inteligente reina, en quien la admiración de sus amigos sólo era igualada por la hostilidad de sus enemigos, tenía un gran respeto por los héroes judíos de la antigüedad. Cuando el culto Abad de Fulda, Mauro Rabano, quiso ganarse su favor, él no pudo encontrar medio más eficaz que dedicar a ella sus trabajos sobre los libros bíblicos de Esther y Judith y compararla con ambas heroínas hebreas. La emperatriz y sus amigos y probablemente también el tesorero Bernhard, que era el verdadero gobernante del reino, se convirtieron en protectores de los judíos porque éstos eran descendientes de los patriarcas y de los profetas. `Ellos deben de ser honrados por este motivo´ decían sus amigos en la corte, y sus opiniones eran respaldadas por el Emperador” (176).

            Pero como de costumbre, de la protección a los judíos y del filosemitismo, se pasa al dominio de los judíos sobre los cristianos y a la actividad anticristiana. Lo que sigue narrando Graetz es muy elocuente al respecto:

            “Los cristianos cultos se regocijaron con los escritos del historiador judío Josefo y del filósofo hebreo Filón, y leían sus trabajos con preferencia a los de los apóstoles. Educadas señoras y cortesanas, abiertamente confesaban que ellas estimaban más al autor de la ley judía que al de la cristiana (es decir, más a Moisés que a Cristo). Ellas fueron tan lejos como solicitar a los hebreos su bendición. Los judíos tenían acceso libre a la corte y contacto directo con el Emperador y sus allegados. Los parientes del Emperador ofrendaban a las damas judías valiosas prendas para mostrarles su aprecio y respeto. Y como semejantes distinciones les eran mostradas en los círculos más altos, era natural que los judíos de los dominios francos (que también incluían a Alemania e Italia) hayan gozado de amplísima tolerancia, quizá mayor que en cualquier otro período de su historia. Las odiosas leyes canónicas habían sido tácitamente anuladas. Se permitió a los judíos construir sinagogas, hablar libremente acerca del significado del judaísmo en las audiencias de los cristianos, y aún decir que ellos eran `descendientes de los Patriarcas´, `la raza del Justo´ (es decir de Cristo), `los hijos de los Profetas´. Ellos podían sin temor alguno dar sus opiniones acerca del cristianismo, de los milagros de los santos, de las reliquias y del culto de las imágenes. Los cristianos visitaban las sinagogas y se quedaban cautivados por el método judío de conducir el servicio divino y...todavía se quedaban más confortados con las pláticas de los predicadores judíos (darshanim) que con los sermones del clero, aunque los darshanim podían difícilmente haber estado en posibilidad de revelar el profundo contenido del judaísmo” (177).

            “Los clérigos que ocupaban altos cargos no se avergonzaban de tomar de los judíos sus exposiciones sobre la Sagrada Escritura. El Abad Mauro Rabano de Fulda confesó que él había aprendido de los judíos muchas cosas que utilizó en su comentario a la Biblia dedicado a Luis el Germánico, quien después fue Emperador. Como consecuencia del favor mostrado a los judíos en la corte, parte de los cristianos sentían gran inclinación hacia el judaísmo, considerándolo como la verdadera religión...” (178).

            La descripción hecha por el prestigiado historiador israelita Graetz, nos hace ver que esos argumentos empleados ahora por los clérigos católicos que están al servicio del judaísmo, con los que tratan de embaucar a los cristianos e impedir que se defiendan del imperialismo satánico de la sinagoga, como el de los judíos son intocables porque son de la misma raza del Justo (es decir de Cristo), que son descendientes de los patriarcas, de los profetas y otros similares, son los mismos que utilizaban con fines parecidos, hace once siglos, los judíos que entonces luchaban pérfidamente por hundir a la Cristiandad y judaizar al Sacro Imperio Romano Germánico. Los trucos, los sofismas o fábulas judaicas que dijera San Pablo, siguen siendo las mismas después de once centurias.

            Pero en medio de tal desolación, Cristo Nuestro Señor salvó a la Santa Iglesia una vez más de la perfidia judaica. Esta vez los paladines fueron San Agobardo, Arzobispo de Lyon y Amolón, discípulo del primero y sucesor de él en dicha silla episcopal. Ellos se lanzaron a salvar a la Iglesia y al Sacro Imperio Romano Germánico de las garras del judaísmo.

            Una obra oficial de la Sociedad Hebraica Argentina, de reciente publicación, llama a Agobardo y a Amolón –sucesivos arzobispos de Lyon- los padres del antisemitismo medieval (179), acusación que se antoja terrible, ya que los hebreos atribuyen al antisemitismo medieval los más grandes estragos causados al judaísmo que pueda imaginar una mente cristiana.

            Sobre esta saludable reacción, el clásico historiador hebreo Graetz comenta que:

            “Los seguidores de la estricta disciplina de la Iglesia, vieron en la violación de las leyes canónicas, en el favor mostrado hacia los judíos, y en las libertades concedidas a ellos, la ruina de la Cristiandad. Envidia y odio se ocultaban bajo la capa de la ortodoxia. Los protectores de los judíos en la corte con la Emperatriz a la cabeza, eran odiados por el partido clerical...

            El exponente de la ortodoxia clerical y del odio contra los judíos en estos tiempos, fue Agobardo de Lyon, a quien la Iglesia ha canonizado (180). Hombre incansable y apasionado, calumnió a la Emperatriz Judith, se rebeló contra el Emperador, e incitó a los príncipes a la rebelión...Este Obispo deseaba limitar la libertad de los judíos y reducirlos a la baja posición en que se encontraban bajo el reinado de los merovingios” (181).

            Continúa Graetz diciendo que la lucha de San Agobardo contra los judíos duró muchos años y que tenía como base principal “...el sostenimiento y la confirmación de las leyes canónicas contra los judíos...y que se volvió a los representantes del Partido de la Iglesia en la corte, de quienes sabía que eran enemigos de la Emperatriz y de sus favoritos los judíos. El les urgió a inducir al Emperador a restringir la libertad de los judíos. Parece que propusieron algo semejante al Emperador. Pero al mismo tiempo, los amigos de los judíos en la corte, buscaron la forma de frustrar los planes del clero”. Y continúa diciendo Graetz: “Agobardo pronunció sermones antijudíos, urgiendo a sus feligreses que rompieran toda relación con los judíos, que no hicieran negocios con ellos, que rechazaran entrar a su servicio. Por fortuna, sus protectores en la corte acudieron muy activos en apoyo de los hebreos e hicieron todo lo que pudieron para hacer fracasar los designios del fanático clérigo.. Tan pronto como fueron informados de su labor, ellos obtuvieron cartas de protección (`indiculi´) del Emperador, selladas con su sello y las enviaron a los judíos de Lyon.

            Una carta fue enviada, asimismo, al obispo ordenándole suspender sus sermones antijudíos, bajo la amenaza de severas sanciones. Otra carta fue enviada al gobernador del distrito de Lyon ordenándole prestar a los judíos toda clase de apoyo (828). Agobardo no hizo caso de esas cartas y alegó despectivamente que el decreto imperial era espúreo –de hecho, no podía ser genuino” (182).

            La labor del excelentísimo Arzobispo Agobardo fue de lucha incansable. Dirigió cartas a todo el episcopado instándolo a participar activamente en la lucha contra los judíos, fomentó la rebelión contra el Emperador y contra Judith, apoyándose en los hijos del primer matrimonio de Luis y luchó encarnizadamente por salvar al Sacro Imperio y a la Cristiandad de la amenaza de desintegración que pesaba sobre ellos.

            El autorizado historiador Graetz hace de la posición asumida por San Agobardo el siguiente comentario:

            “Aunque el odio profundo de Agobardo hacia los judíos debe considerarse principalmente una manifestación de sus propios sentimientos, no se puede negar que estaba en completa armonía con las enseñanzas de la Iglesia. El simplemente apelaba a lo dicho por los Apóstoles y a las leyes canónicas. Los inviolables decretos de los Concilios estaban también de su parte. Agobardo con su odio tenebroso era estrictamente ortodoxo, mientras que el emperador Luis con su tolerancia estaba inclinado a la herejía. Pero Agobardo nos e aventuró a esparcir esta opinión abiertamente. Él más bien sugería en sus afirmaciones que no podía creer que fuera posible que el Emperador estuviera traicionando a la Iglesia en beneficio de los judíos. Sus quejas tuvieron eco en los corazones de los príncipes de la Iglesia” (183).

            Estos comentarios de Graetz, sobre lo que durante tantos siglos  ha sido considerado como auténtica doctrina de la Iglesia en relación con los judíos, no pueden ser más acertados y realistas. Es cierto que estas líneas fueron escritas por el célebre historiador en el siglo pasado, cuando la Sinagoga de Satanás no estaba todavía en condiciones de intentar, como ahora, la falsificación total de la verdadera doctrina católica respecto a los hebreos. Sin embargo, se ve claro que Graetz ya captaba el problema en su esencia; y Graetz, en su tiempo, fue uno de los hombres más importantes del judaísmo. Sus obras históricas, sobre todo la que estamos citando, ejercieron influencia enorme en las organizaciones judías y en sus dirigentes.

            Además, era evidente para todos, que las leyes canónicas y acuerdos antisemitas de los santos concilios ecuménicos y provinciales eran el principal obstáculo con que tropezaban los que desde dentro de la Iglesia intentaban traicionarla, favoreciendo a sus enemigos capitales los judíos, porque quienes lo intentaran, así fueran obispos o clérigos de cualquier jerarquía, se hacían merecedores a la destitución, a la excomunión y demás penas acordadas por los sagrados cánones. Por ello, fue preocupación máxima de los nuevos Judas eliminar este molesto estorbo.

            Pero, ¿cómo era posible –en el siglo pasado- eliminar de un solo golpe la legislación canónica de mil quinientos años, las bulas Papales y la doctrina de los Padres? ¿Cómo destruirlas para que los clérigos criptojudíos pudieran ya, con toda libertad y sin peligro de destituciones y excomuniones, servir a sus amos hebreos dentro del clero, intentando incluso falsificar la doctrina de la Iglesia en relación con los judíos, para favorecer con ello la derrota definitiva de ésta y el triunfo de su enemigo secular?

           

 

 

 

            Capítulo Vigésimo Primero.

            EL CONCILIO DE MEAUX LUCHA CONTRA LOS JUDÍOS PÚBLICOS Y SECRETOS

 

            Ante el mortal peligro que amenazaba a la Iglesia en el nuevo Imperio Romano de Occidente, se reunieron varios arzobispos y obispos en Lyon el año de 829. En dicha reunión, según relata el historiador israelita Graetz, se trató de “...abatir a los judíos y turbar su apacible existencia. Ellos (los obispos) también discutieron cómo el Emperador podría ser influenciado mejor, para que adoptara sus resoluciones. Se acordó en la reunión que se entregara una carta al Emperador manifestándole la impiedad y el peligro que significaba favorecer a los judíos, y especificaba los privilegios que debían serles retirados (829). La carta del Sínodo, tal como la conservamos ahora, está firmada por tres obispos y se titula: `En relación con las supersticiones de los judíos´. Agobardo escribió el prefacio, en el que explica su posición en la lucha. En ella, después de acusar a los judíos, culpa a los amigos de éstos de ser los responsables de todo el mal. Los judíos, decía, se han tornado osados debido al apoyo de los influyentes, que han dado por hecho que los judíos no son tan malos después de todo, porque son muy queridos del Emperador”.

            Y comenta a continuación:

            “Desde el punto de vista de la fe y de las leyes canónicas, el argumento de Agobardo y los otros obispos era irrefutable, y el emperador Luis el Piadoso, presionado por esta lógica, hubiera tenido que extirpar a los judíos desde sus raíces. Pero afortunadamente, él no se dio por enterado. Esto pudo haber ocurrido, o porque conocía el carácter de Agobardo o porque la carta conteniendo las acusaciones contra los judíos nunca le llegó. El temor de Agobardo de que la carta hubiera sido interceptada por los amigos de los judíos en la corte, debió estar bien fundado” (184).

            Es muy posible que el robo de esa carta por los israelitas haya sido decisivo en esa lucha. Es sistema de los hebreos impedir que lleguen a las más altas autoridades religiosas o civiles las acusaciones que contra ellos se lanzan, por lo que cuando alguien trata de acusar a un clérigo que está traicionando a la Iglesia y favoreciendo los triunfos masónicos o comunistas, o a algún gobernante que está traicionando a un régimen anticomunista en análoga forma, es muy conveniente que se lance la acusación ante la autoridad capaz de poner remedio a tales traiciones, no sólo por un conducto, sino por dos o tres distintos, sin que los unos sepan que se utilizaron los otros; así, si en el camino la infiltración criptojudía intercepta una acusación o paraliza sus efectos, ésta llegará a su destino de todas maneras por los otros conductos que se emplearon.

            Entre los hechos más destacados en ese proceso de judaización del Sacro Imperio Romano Germánico, destaca por su importancia la aparatosa conversión al judaísmo de los obispos cristianos filosemitas de mayor confianza en la corte del Emperador y uno de sus principales consejeros: el obispo Bodo. De este prelado dice el historiador judío Graetz:

            “El emperador lo había favorecido, y con el fin de tenerlo constantemente cerca de él, lo convirtió en su director espiritual” (185).

            La lucha era más terrible, pues entre los consejeros íntimos del Emperador que auspiciaban su absurda política filosemita, había obispos de la Santa Iglesia. También en nuestros días, como entonces, los hay que favorecen los intereses de los judíos enemigos del cristianismo.

            Pero el caso de Bodo, fue más grave. Muchos clérigos en esa época estaban sirviendo a los intereses de la Sinagoga de Satanás, aunque en apariencia se mantenían ortodoxos, con lo que indudablemente causaban más perjuicio. En consecuencia, debieron de sentirse muy poderosos para darse el lujo de quemar a uno de sus hombres más influyentes, al director espiritual del Emperador, que públicamente hizo alarde de renegar del cristianismo y convertirse al judaísmo, aduciendo la razón de que éste poseía la religión verdadera.

            Sobre el efecto que este golpe devastador causó en el pueblo cristiano, Graetz dice que:

            “La conversión (al judaísmo) del obispo Bodo, que hasta ese momento había ocupado muy elevada posición, causó gran sensación en su tiempo. Las crónicas hablan de este acontecimiento como lo hubieran hecho si se tratara de un fenómeno extraordinario. El suceso, indudablemente, fue acompañado de circunstancias peculiares, y fue un fuerte golpe a los piadosos cristianos” (186).

            Por nuestra parte carecemos de datos suficiente para poder saber si se trató de un obispo criptojudío que realizó su teatral conversión con fines de propaganda, pretendiendo asestar un golpe que acabara de sembrar la desmoralización entre los cristianos y acelerara los intentos de judaización del imperio, o si se trató realmente de un obispo que fue encauzado por la tan peligrosa pendiente del filosemitismo hasta desembocar en la apostasía y conversión al judaísmo. Cualquiera que haya sido la verdad, es innegable que en las difíciles circunstancias por que atravesaba la Santa Iglesia en el Sacro Imperio Romano Germánico, el incidente debió haber sido en extremo perjudicial para la Cristiandad. Si Carlomagno hubiera resucitado, habría podido ver el resultado desastroso de desatar a la bestia encadenada por las leyes canónicas, inspirado en la conmiseración hacia los judíos oprimidos y en el deseo de utilizar sus valiosos servicios comerciales para el reino, y se habría percatado de haber sido víctima de los hábiles engaños de quienes han demostrado ser los timadores más hábiles del mundo. Es, pues, urgente que todos los dirigentes religiosos y políticos de la humanidad obtengan de esta dolorosa tragedia las múltiples enseñanzas que ella nos aporta, ya que si a uno de los más grandes genios políticos –como fue Carlomagno- pudieron engañarlo los hebreos con su hábil diplomacia, nada extraño es que los judíos hayan podido –a través de la historia y lo sigan logrando en nuestros tiempos- engañar y sorprender la buena fe de muchos Papas, reyes y dirigentes políticos y religiosos de la humanidad, con sus tácticas tradicionales de explotar la compasión humana, el deseo de todo hombre virtuoso de proteger a los oprimidos o de defender el postulado sublime de la igualdad de los pueblos y de las razas. Solamente el conocimiento pleno de la maldad judaica y de sus tradicionales tácticas de engaño, mantendrá a los buenos en alerta contra las fábulas judaicas, contra las que con toda sabiduría nos previno San Pablo; solamente así se podrá impedir que los buenos sigan cayendo presos en las redes de los maestros de la mentira y de la simulación.

            Ante tan catastrófica situación, el incansable y valiente San Agobardo tomó parte en una conspiración en contra de emperatriz Judith y ayudó a los hijos del primer matrimonio del emperador Luis en la lucha para destronar al funesto Emperador. Agobardo fue destituido de su puesto y el imperio se sumió en una serie de guerras civiles, con alternativas de triunfo de una y otra parte. Sin embargo, la muerte de Luis constituyó un golpe decisivo contra el judaísmo, aunque el heroico arzobispo se haya ido también a la tumba, sin saborear la victoria y el fruto de su lucha.

            La nueva política iniciada por Luis, malamente llamado el Piadoso, consistente en poner a los judíos bajo la protección de la Corona, tuvo consecuencias desastrosas para la humanidad, ya que en los siglos venideros fue imitada por muchos reyes cristianos, que permitieron al enemigo recibir protección en medio de sus más monstruosas conspiraciones, con la consideración de que los hebreos son muy útiles como cobradores de impuestos, de que ellos contribuyen con sus préstamos a nivelar los presupuestos en los tiempos difíciles, de que son un factor decisivo en el progreso del comercio y de que eficazmente ayudan a sostener el erario con sus propios impuestos, que pagan puntualmente. Es verdad que conspiran, que propagan herejías y sediciones, pero la monarquía medieval se sentía lo suficientemente poderosa para poder dominar fácilmente esos desórdenes; y en realidad, tanto la monarquía como la aristocracia medievales eran tan fuertes que por mucho tiempo pudieron lograrlo. Sin embargo, llegó un momento en que los descendientes de esos reyes y aristócratas optimistas tuvieron que llorar amargamente los errores cometidos por sus antepasados, errores que toda la humanidad está sufriendo todavía.

            Muerto Luis, el imperio quedó disgregado, dividido entre sus cuatro hijos. Como era de esperarse, la preponderancia judía sólo subsistió en los dominios de Carlos el Calvo, hijo de Judith, quien heredó de ésta su simpatía por los judíos, aunque sin llegar a tantos extremos. Sin embargo, algunos hebreos seguían teniendo influencia en la corte, entre ellos Sedecías, médico del rey, y sobre todo un favorito, por cuyos servicios políticos le decía el monarca “mi fiel Judá”. Es curioso lo que el israelita Graetz relata sobre lo que sucedía en el sur de Europa en esos años:

            “El sur de Europa, perturbado por la anarquía y gobernado por un clero fanático, no ofrecía un campo adecuado para el desarrollo del judaísmo” (187).

            La preponderancia del judaísmo en Francia seguía en cualquier forma constituyendo un peligro tan serio para la Cristiandad que Amolón, nuevo Arzobispo de Lyon, tomó en sus manos la defensa de la Iglesia y del pueblo, continuando la lucha iniciada por su maestro y predecesor Agobardo. Amolón contó para tal objeto con el apoyo de la mayoría del episcopado, incluyendo hasta el del rebelde Hinkmar, Obispo de Reims, que había logrado captarse la confianza plena del rey Carlos, contrapesando en parte la mala influencia de los favoritos hebreos.

            El Arzobispo Amolón fue sin duda en esos días el instrumento de la Divina Providencia para defender a la Santa Iglesia y a Francia contra la acción destructora de los judíos. Además de luchar encarnizadamente contra ellos en la acción, lo hizo con la pluma, escribiendo su famoso tratado contra los judíos, en el que desenmascaraba públicamente la actividad perversa que éstos desarrollaban en contra de la Cristiandad y exhortaba a clérigos y seglares a emprender la pelea contra estos enemigos capitales (188).

            Los obispos franceses encabezados por Amolón emprendieron importante lucha contra los hebreos en el santo Concilio que se reunió en el año 845 en Meaux, cerca de París. Dicho Sínodo aprobó una lista de medidas antijudías que fueron sugeridas al rey para que las hiciera ejecutar; entre ellas figuraban los cánones vigentes desde los tiempos de Constantino, las leyes de Teodosio II –prohibiendo a los judíos desempeñar puestos públicos y honores-, y el edicto del rey merovingio Childeberto que prohibía a los judíos desempañar puestos de jueces, de arrendadores de impuestos y ordenándoles respetar al clero.

            El problema de los cristianos criptojudíos –descendientes de los falsos conversos- que cada vez era más grande en Francia, ocupó, como es natural, la atención especial del santo Concilio. Se incluyeron en la lista antes mencionada, varias de las leyes canónicas aprobadas en sínodos de otros países, así como los cánones antijudíos de los Concilios Toledanos en contra de los bautizados que en secreto seguían siendo judíos, y los cánones que ordenaban recogerles sus hijos para educarlos entre los cristianos (189), medidas que como ya hemos visto, tenían por objeto impedir que el criptojudaísmo se perpetuara ocultamente de generación en generación.

            Como se ve, este santo concilio de la Iglesia, intentando oponer a los grandes males grandes remedios, trataba de libertar a Francia de las garras judaicas, iniciando una guerra sin cuartel por igual en contra del judaísmo público y del judaísmo clandestino.

            Desgraciadamente, Carlos el Calvo, sin duda influenciado todavía por la educación materna, en cuanto se dio cuenta de los acuerdos del Sínodo, lejos de acatar lo aprobado en él lo mandó disolver por la fuerza, pese a que había tomado parte en dicho concilio su consejero y amigo el Obispo Hinkmar, lo que demuestra que a la sazón los hebreos seguían teniendo influencia decisiva en la corte de Francia.

            Sin embargo, el Arzobispo Amolón no se amedrentó ante la brutalidad del rey y volvió a la carga, enviando al clero una Carta Pastoral que, según comentario de Graetz, estaba “llena de virulencia y de calumnias contra la raza judía” y que además:

            “...la carta virulenta de Amolón tuvo tan escasos resultados como la de Agobardo y el decreto del Concilio de Meaux. Pero gradualmente el veneno se esparció del clero al pueblo y a los príncipes” (190).

            El historiador israelita Josef Kastein, refiriéndose a este último hecho, afirma que la Iglesia:

            “Utilizando el grito de combate de que la religión cristiana estaba amenazada, (la Iglesia) utilizó la más peligrosa de las armas: las masas ignorantes de la nación. En mentes susceptibles de ser influenciadas por cualquier cosa y por cada cosa, ella constantemente les daba el mismo argumento, que tarde o temprano tenían que captar. El resultado fue que las masas, de ser meras vecinas,, se convirtieron en enemigos de los judíos. Y por este medio la Iglesia se aseguró las gran ventaja de lograr que el deseado cambio de actitud del populacho se llevara a cabo, independientemente de las condiciones políticas que prevalecieron en un momento dado” (191).

            Kastein, al igual que Graetz y los principales historiadores hebreos, consideran que la Santa Iglesia fue la verdadera madre del antisemitismo medieval, en lo que indudablemente tienen razón, ya que entienden por antisemita todo movimiento tendiente a defender a la Cristiandad del imperialismo judaico y de su actividad revolucionaria. Por otra parte, es muy comprensible que frente a gobiernos más o menos filosemitas y a un judaísmo tan influyente como el de la Francia de esos tiempos, la manera más eficaz de salvar a la Cristiandad de la dominación judaica, fuera la de hacer labor de convencimiento entre el pueblo, haciéndole conocer en toda su amplitud el peligro judío y la amenaza que éste significaba para la religión y para el propio pueblo. Que tal labor de convencimiento fue en esos tiempos eficaz, nos lo confirma lo dicho por los propios historiadores hebreos al lamentarse de que la Santa Iglesia logró cambiar esa actitud filosemita del pueblo que imperaba en la Francia de Luis el Piadoso y de Carlos el Calvo, por la actitud posterior de hostilidad popular hacia el judaísmo, lo que nos hace ver que también esta gigantesca batalla que los hebreos estuvieron a punto de ganar, terminó con el triunfo de la Santa Iglesia y la derrota de la Sinagoga de Satanás.

            Al decir los escritores judíos que la Iglesia “utilizó la más peligrosa de las armas: las masas ignorantes de la nación”, demuestran un cinismo verdaderamente increíble, ya que ésta ha sido precisamente el arma que los judíos han empleado siempre y siguen utilizando en nuestros días.

            Esta labor de convencimiento personal realizada en esos tiempos por la Iglesia, abriendo los ojos al pueblo sobre lo que son los judíos y señalando el peligro que significan, es lo único que puede salvar al mundo en las actuales circunstancias. Urge, por tanto, imitar lo que hizo la Santa Iglesia en aquellos tiempos difíciles e imprimir folletos –pequeños, pero claros- para las masas trabajadoras, y libros para los sectores más cultos que sean regalados en la mayor cantidad posible, casa por casa, persona por persona, para que todo el mundo conozca lo que significa el peligro del imperialismo judaico y de su acción revolucionaria.

            Esta labor de convencimiento debe dirigirse especialmente a los jefes, oficiales y soldados del ejército, de la marina, de la aviación, a los gobernantes, maestros de escuela, dirigentes políticos, financieros, periodistas, universitarios, personal de estaciones radiodifusoras y de televisión, a las masas trabajadoras, a la juventud de todas las clases sociales, y sobre todo, a los miembros del clero de la Iglesia Católica y demás Iglesias cristianas, que a diferencia del clero de aquellos tiempos, por lo general desconocen el peligro, debido a una serie de circunstancias que después estudiaremos. Esta labor de convencimiento y difusión del peligro judaico debe realizarse por igual y al margen de las actividades políticas, entre los miembros de todos los partidos políticos y de todas las confesiones religiosas, para que en todos esos sectores surjan los naturales movimientos de defensa que deben ser coordinados secretamente.

            Si las mayorías populares y los sectores que tienen en sus manos las fuerzas vivas de una nación –así como sus medios de propaganda- abren los ojos y se dan cuenta del peligro de esclavitud que a todos nos amenaza y de la inmensa maldad del imperialismo judío y sus siniestros propósitos, se preparará el camino para la liberación de esa nación, y la del mundo entero.

            El sistema de escribir libros para colocarlos a la venta en las librerías, con objeto de que se enteren de ellos unas cuantas personas, es insuficiente, porque la voz de alerta debe darse a todos los hogares y a todas las personas. Los folletos o libros orientadores deben repartirse a domicilio, entregarse en mano, y cuando sea posible, hacerlos llegar al destinatario por medio de amigos de la persona a quien se van a entregar.

            Los clérigos, los ricos y demás personas que manejan grandes cantidades de dinero, deben sacudir su crónica y pecaminosa avaricia para colaborar en el financiamiento de estas actividades de orientación, ya que si por falta de ayuda se pierde esta batalla universal –decisiva para los destinos del mundo- de consumarse el triunfo judaico, les espera el pelotón de ejecución o los campos de concentración que establecen el aniquilamiento del clero y de la clase burguesa al triunfar la dictadura socialista del comunismo.

 

 

 

            Capítulo Vigésimo Segundo

            TERROR JUDÍO EN CASTILLA EN EL SIGLO XIV

 

            Después de la traición de los judíos que facilitó la caída del imperio cristiano de los visigodos y su conquista por los musulmanes, empezó la llamada guerra de la Reconquista iniciada por los cristianos que bajo las órdenes del visigodo Pelayo se habían hecho fuertes en las sierras del norte de la Península Ibérica. Esta lucha de liberación iba a durar casi ocho siglos y empezó, como es natural, con sangrientas represalias contra los judíos, a quienes se culpaba de la caída del Estado cristiano y de las matanzas de cristianos que ocurrieron después de esa catástrofe.

            Ese sentimiento antijudío duró algunos siglos, hasta que los hebreos con su astucia y habilidad supieron aprovechar todas las oportunidades que se les presentaron para irlo desvaneciendo, sobre todo, prestando valiosos servicios a los reyes cristianos de la Península. Los judíos se propusieron convertir a la España católica en un refugio para los israelitas que huían de toda Europa perseguidos, primero, por las monarquías cristianas y, después, por la Santa Inquisición Pontificia, que reaccionaban con violencia ante los intentos de la sinagoga para conquistar los estados católicos y subvertir a la sociedad cristiana.

            Además, desde el siglo X los judíos, que en un tiempo habían sido aliados de los musulmanes, traicionaron su amistad y empezaron a sembrar la descomposición en la sociedad islámica, tratando de dominarla por medio de sociedades secretas y herejías, la principal de las cuales fue la criminal Secta de los Asesinos, verdadera precursora de la masonería moderna, cuyo poder secreto se extendió por el Islam e incluso por la Europa cristiana, hasta que fue después aniquilada principalmente por los invasores mongoles. En cualquier forma, el mundo musulmán se encontraba en el siglo XII en estado de peligrosa decadencia, atribuida en parte a la múltiple acción subversiva de los judíos. La dinastía de los almohades, que sucedió en el norte de África y en la España islámica a la de los almorávides, tratando de salvar al Islam de la catástrofe, inició una guerra contra el judaísmo, la que, como de costumbre, provocó millares de conversiones fingidas al Islam y la huida de otros muchos hebreos a la España cristiana.

            Empeñados los monarcas ibéricos en expulsar de la Península a los sarracenos, olvidaron las antiguas traiciones de los israelitas y utilizaron sus servicios en la empresa de la Reconquista como prestamistas, arrendadores de los impuestos e incluso como espías, ya que ahora, tornándose los papeles, los judíos actuaban como quinta columna dentro de la España islámica en beneficio de la España cristiana, traicionando a sus antiguos aliados. Volvió una vez más la historia a repetirse y los habitantes judíos de una monarquía musulmana se convertían ahora en peligrosísima quinta columna en beneficio de los enemigos exteriores de dicho Estado, que eran a la sazón los reinos cristianos de Iberia, los cuales, influidos por los valiosos servicios que les prestaban los israelitas, los convertían en miembros de sus gobiernos y hasta en primeros ministros o en tesoreros reales, en violación de lo ordenado por los santos concilios de la Iglesia que prohibían el acceso de los hebreos a los puestos de gobierno.

            Los israelitas volvieron, una vez más, a utilizar su tradicional táctica de ganarse a sus enemigos con un buen comportamiento temporal y con eficaces servicios para adquirir así valiosas posiciones, que les permitieran conquistar después los estados que les brindaban protección.

            No desaprovecharon oportunidad alguna para intentar el dominio de esos reinos cristianos, convertidos ya para ellos en una nueva Palestina, a donde acudían solícitos.

            Los hebreos llegaron en Castilla a la cúspide de su poderío en tiempos del rey Pedro el Cruel, cuyo gobierno dominaron durante varios años. La forma como lograron conquistar temporalmente ese reino cristiano es sumamente interesante.

            Pedro el Cruel heredó el trono el año de 1350, cuando era un niño de quince años, habiendo pronto caído bajo la influencia del destacado dirigente judío Samuel Ha-Levi Abufalia, quien fomentando las pasiones del adolescente príncipe y adulándolo, pudo eliminar al que era tutor del mismo, Juan Alfonso, señor de Albuquerque, y nulificó también la benéfica influencia de la Reina Madre. Ha-Levi fue nombrado primero Tesorero Real y después, de hecho, Primer Ministro del reino (192), con lo que este judío un poder político que ningún otro hebreo de su tiempo había adquirido en un reino cristiano. Así, la influencia de los consejeros judíos del monarca creció en tal forma que muchos la consideraban ya peligrosa para los cristianos.

            Desde los primeros años, los iniciales desafueros que el joven rey cometía, empujado por sus malos consejeros, provocaron en el reino una rebelión general, formándose una Liga constituida por la Reina Madre, los medios hermanos (bastardos) del monarca, su tía Leonor, reina de Aragón y muchos poderosos nobles. Esta Liga tenía por objeto liberar al adolescente de los consejeros judíos y de toda la pandilla de gente inconveniente que lo rodeaba, entre la cual se encontraban los parientes de su amante María de padilla, por quien había abandonado a su esposa, la jovencita Blanca de Borbón, hermana de la reina de Francia.

            Abandonada la causa de Pedro por la casi totalidad de los nobles del reino, accedió a ponerse bajo la tutela de su madre, acudiendo el joven rey a la ciudad de Toro, acompañado entre otros, según dice el cronista de la época Pedro López de Ayala, por Samuel Ha-Levi, quien según el cronista era “su muy grand privado é consegero” (193).

            Una vez allí, tras de cariñosa recepción que le hicieron su madre y tía, fueron encarcelados los de su séquito, entre ellos el influyente ministro judío Samuel Ha-Levi.

            La muerte de don Juan Alfonso de Albuquerque, que según algunos fue envenenado (194), constituyó un golpe fuerte para la Liga, ya que dicho magnate era el lazo de unión entre personas y fuerzas de intereses muy opuestos. El célebre historiador francés del siglo pasado Prosper Mérimée narra la forma en que Samuel Ha-Levi supo aprovechar la nueva situación para urdir una hábil intriga con objeto de desbaratar la Liga, ofreciendo a los Infantes de Aragón, de parte del rey adolescente, castillos y ricos dominios a cambio de que lo dejasen huir y ofreció villas y señoríos a gran número de magnates, hasta que el astuto consejero judío logró hacer pedazos la coalición y fugarse con el joven monarca cierto día que salieron de cacería (195).

            El historiador, también del siglo pasado, J. Amador de los Ríos, refiriéndose a esta astuta maniobra dice:

            “Merced, pues, a la discreción y actividad de don Simuel (Samuel), lograba el hijo de Alfonso XI la libertad, de que habían logrado despojarle su madre y sus hermanos: merced al oro, que había sabido derramar y a las promesas hechas a nombre del rey, había introducido la desconfianza y la desunión en el campo de la Liga, desconcertando del todo los planes de los bastardos y viéndose en breve (el rey) rodeado de poderosos servidores, que le prometían fidelidad duradera. Don Simuel había conquistado la omnímoda confianza del rey don Pedro” (196).

            Y con el descubrimiento del ministro israelita, los judíos fueron adquiriendo en el reino cada vez mayor influencia. Sobre lo que a este respecto ocurrió nos habla muy claro el ilustre historiador hebreo Bédarride, quien afirma que los judíos llegaron “a las cumbres del poder” en Castilla bajo el reinado de Pedro el Cruel (197). Pero, desgraciadamente, la historia nos demuestra que siempre que los israelitas llegan “a las cumbres del poder” en un Estado cristiano o gentil se desata una espantosa ola de asesinatos y de terror, que hace correr a torrentes la sangre cristiana o gentil. Tal cosa ocurrió en el reinado de don Pedro a partir del momento en que los hebreos ejercieron sobre su educación y sobre su gobierno una influencia decisiva. Este niño inteligente, que demostró después ser joven de amplia visión, de grandes ilusiones y energía a toda prueba, quizá hubiera sido uno de los más grandes monarcas de la Cristiandad de no haber sido corrompido, en su adolescencia, por el mal ejemplo y los peores consejos de sus privados consejeros israelitas a quienes culpaba el pueblo de la ola de crímenes y de atropellos desatados durante ese sangriento gobierno en que los judíos fueron encumbrados y las sinagogas florecieron, mientras las iglesias decaían y el clero y los cristianos sufrían oprobiosas persecuciones.

            Sobre la influencia decisiva de los judíos en el joven monarca, así como de su siniestro influjo en las crueldades que se cometieron en ese tormentoso reinado, hablan muchos cronistas contemporáneos de los hechos, o un tanto posteriores. El coetáneo francés Cuvelier, afirma que Enrique, medio hermano del rey, “...fue rogado y requerido por los barones de España para que manifestara otra vez a su hermano el rey, que hacía muy mal de aconsejarse de los judíos y alejar a los cristianos...En tanto se fue Enrique al palacio donde estaba el rey su hermano, el cual hablaba en Consejo a varios judíos, entre los que no había ningún cristiano...suplicó don Enrique, a don Pedro que dejase el consejo de los judíos”.

            Añade el cronista que allí estaba un hebreo llamado Jacob, muy allegado visiblemente a don Pedro (198). Otro ilustre cronista francés, Paul Hay, Seigneur de Châtelet, sobre el mismo episodio añade –refiriéndose al citado consejero del rey Pedro- que Enrique de Trastamara no pudo dominar su cólera “...al encontrarse con un judío de nombre Jacob que gozaba de toda la confianza y familiaridad de don Pedro y a quien atribuían ser el inspirador de todas sus acciones de crueldad” (199).

            Sobre los crímenes espantosos cometidos durante el sanguinario reinado de Pedro el Cruel, se expresan la “Prima Vita Urbani V”, el cronista italiano Matteo Villani, también contemporáneo, y el cronista musulmán, igualmente coetáneo de los hechos, Abou-Zeid-Ibn Khaldoun. Este último, entre otras cosas, afirma que “...oprimió con crueldad a la nación cristiana y por su tiranía se hizo tan odioso a los ojos de sus súbditos, que se insurreccionaron contra él...”. Una crónica, también contemporánea del rey Pedro de Aragón, describe en forma espeluznante la actuación criminal de ese reinado, y la famosa “Historia y Crónica memorable”, del francés, Jean Froissart, además de mencionar la crueldad y tiranía que caracterizaron a ese gobierno, da especial importancia a la actitud hostil de Pedro el Cruel hacia la Iglesia y el Papado (200).

            Los “Anales y crónicas de Francia” escritos por Nicolás Gilles a fines del siglo XV, llaman a Pedro “gran tirano” y “apóstata de la religión de Jesucristo”, atribuyendo su triste fin a castigo del Cielo (201). Pedro Fernández Niño, colaborador fiel de Pedro que le sirvió con lealtad hasta su muerte, en su célebre relato, recogido en la “Crónica de Pedro Niño”, habla del derramamiento de mucha sangre de inocentes, afirmando también que el monarca:

            “Tenía por Privado a un judío al que llamaban Samuel Levi, quien le enseñaba a desechar a los grandes hombres y hacerles poca honra...se distanció de muchos, tendió el cuchillo y exterminó a muchos en su reino, por lo que lo aborrecieron la mayor parte de los súbditos”.

            En esta crónica también se habla de la afición a la astrología del joven rey (202), hecho de gran importancia política, ya que los astrólogos de Pedro eran judíos –destacando entre ellos Abraham-Aben-Zarzal- e influían en sus actuaciones políticas, ya que el rey, antes de tomar cualquier medida importante, consultaba siempre a sus astrólogos para que le indicaran si tendría o no éxito. A este respecto, es interesante el hecho de que ya en vísperas de su ruina, don Pedro echó en cara al dicho Abraham que tanto él, como sus demás astrólogos, le habían profetizado que tendría que conquistar tierras musulmanas hasta capturar Jerusalén y que las cosas iban tan mal que bien se veía que lo habían engañado (203). Es comprensible que en esos tiempos en que los musulmanes estaban luchando heroicamente contra la amenaza hebrea, los judíos, dueños ya de Castilla, hayan querido incitar a Pedro a invadir y conquistar desde el norte de África hasta Jerusalén para lograr, una vez más, destruir a sus enemigos islámicos con mano ajena, y quizá hasta lograr su sueño dorado de libertar Palestina. Este último plan, que se les vino abajo con la derrota de Pedro, lo lograron siglos después cuando pudieron conquistar Inglaterra y utilizarla para que libertara a Palestina del dominio musulmán. Por medio de la astrología fue que los israelitas pudieron dominar la política de muchos reyes en el tiempo en que estaba en boga esa superstición.

            El ilustre historiador y obispo, Rodrigo Sánchez, muerto en 1471, compara a Pedro de Castilla con herodes (204). Paul Hay, segundo cronista de Beltrán Du Gesclin, lo compara con Sardanápalo, con Nerón y con Domiciano (205).

            El historiador francés L. Duchesne, refiriéndose al regreso de Pedro a Castilla, cuando éste fue restaurado en el trono por las tropas inglesas, dice:

            “...entrando don pedro por Castilla como un lobo ensangrentado y carnicero por un rebaño de ovejas. Iba delante el terror, acompañábale la muerte, seguíanlo arroyos de sangre” (206).

            El padre jesuita Juan de Mariana en su “Historia General de España”, refiriéndose al funesto reinado de Pedro el Cruel, afirma:

            “Desta manera con la sangre de inocentes los campos y las ciudades, villas y castillos, y los ríos y el mar estaban llenos y manchados: por donde quiera que se fuese, se hallaban rastros y señales de fiereza y crueldad. Qué tan grande fuese el terror de los del reino, no hay necesidad de decirlo: todos temían no les sucediese a ellos otro tanto, cada uno dudaba de su vida, ninguno la tenía segura” (207).

            Es curioso notar que este relato escrito hace casi cuatrocientos años, parece describir con exactitud pasmosa la actual situación de terror que priva en la Unión Soviética y demás países sujetos a la dictadura socialista del comunismo. Existe además otra importante coincidencia: en el reinado de Pedro el Cruel, los judíos llegaron –según dice el famoso historiador israelita Bédarride- “a las cumbres del poder”, y en la Unión Soviética y demás estados socialistas, también han llegado los hebreos “a las cumbres del poder”. Curiosa y trágica es la coincidencia entre dos situaciones distanciadas en el tiempo por largos seis siglos.

            Como ocurre en todo Estado en que los judíos alcanzan las “cumbres del poder”, también en la Castilla de pedro la Santa Iglesia fue perseguida mientras los hebreos eran encumbrados. Esto trajo por consecuencia las enérgicas protestas del clero castellano, consignadas en interesantes documentos entre los que se encuentra una escritura otorgada todavía en vida del monarca, en que el Cabildo de la Iglesia de Córdoba llama a Pedro “tirano hereje” (208).

            El rompimiento de la Santa Sede con este protector de judíos y opresor de los cristianos, ocurrió cuando el Papa excomulgó a Pedro declarándolo indigno de la Corona de Castilla en pleno consistorio, desligando a los castellanos y a sus demás súbditos del juramento de fidelidad, y dando la investidura de sus reinos a Enrique, Conde de Trastamara o al primer príncipe que pudiera ocuparla (209). Esto facilitó la formación de una coalición entre los reinos de Francia, Aragón y Navarra que organizaron, bajo los auspicios del Papa, una especie de cruzada para liberar al reino de Castilla de la opresión que sufría.

            Mientras que los cristianos, clérigos y seglares eran asesinados, encarcelados y oprimidos en toda forma, el judaísmo se encumbraba como quizá no había ocurrido antes en la España cristiana. En estos tiempos la ciudad de Toledo era prácticamente la capital del judaísmo internacional, como después lo serían sucesivamente Constantinopla, Amsterdam, Londres y Nueva York. El poderoso ministro Samuel Ha-Levi organizó un sínodo o congreso universal hebraico en dicha ciudad, al que concurrieron delegaciones de las comunidades israelitas residentes en las más lejanas tierras, tanto para elegir un jefe mundial del judaísmo como para admirar la nueva sinagoga que Pedro permitió que Samuel construyera, contraviniendo los cánones de la Iglesia.

            De la celebración de esta gran asamblea en dicha sinagoga –convertida con posterioridad en la Iglesia de Ntra. Sra. Del Tránsito- quedó constancia en dos inscripciones que constituyen un verdadero monumento histórico. Del texto de las inscripciones se desprende que el jefe electo fue el propio Samuel Ha-Levi, que al parecer se convirtió en el Baruch de esa época, lo que no obstó para que años después, un grupo influyente de israelitas enemigos de él, lo acusara de haber robado el tesoro real, precipitando su caída y muerte. Estos judíos envidiosos del inmenso poder que había logrado Samuel, lo acusaron de haber robado a don Pedro durante veinte años, e incluso indujeron al rey a que le diese tormento para que revelase donde estaban tres inmensos montones de oro robado por el ministro, pero como Samuel muriese en el tormento sin revelar nada, continúa el cronista diciendo:

            “Y al rey le pesó mucho (la muerte de Samuel), cuando lo supo, y por consejo de los dichos judíos mandóle tomar cuanto tenía. Y fueron escavadas sus casas que don Samuel tenía en Toledo, y hallaron una bodega hecha debajo de la tierra, de la cual sacaron tres montones de tesoro y de moneda y barras y plastas de oro y plata, que tan alto era cada montón que no se veía un hombre colocado en el lado opuesto. Y el rey don Pedro vino a verlos y dijo así: `Si don Samuel me hubiera dado la tercera parte del más pequeño montón que aquí hay, yo no lo hubiera mandado atormentar. Pero prefirió morir sin decírmelo´ (210).

Esto de que los tesoreros o ministros de Hacienda judíos robaran no era nada nuevo; muchos habían sido destituidos por ese motivo; el incidente, sin embargo, nos revela cómo entre los mismos judíos, a pesar de la hermandad, surgen envidias y discordias terribles, con resultados trágicos como el que acabamos de estudiar. Por otra parte, la influencia ejercida por los hebreos en el gobierno de Pedro siguió como siempre. Sólo hubo un simple cambio de personas.

Entre las acusaciones que se emplearon como bandera para derrocar a Pedro figura la de que no sólo había entregado a los judíos el gobierno del reino, sino que él mismo era un hebreo, debido a que carente de sucesión masculina el rey Alfonso XI, estaba tan disgustado que había amenazado a la reina seriamente si el próximo vástago era niña; y que habiendo ocurrido tal cosa, la reina –para salvarse- había aceptado que le cambiaran la niña por un niño, cosa que planeó y realizó su médico partero israelita trayendo al hijo de unos hebreos el cual acababa de nacer y que creció como heredero del trono, sin saber el rey Alfonso que era un israelita el que hacían aparecer como su hijo. Decían además, que sabedor después Pedro de su origen judío, se había circuncidado en secreto y que a ello se debía que hubiera entregado el gobierno del reino por completo a los hebreos. Sin embargo, el ilustre cronista y literato Pedro López de Ayala, nada favorable al rey Pedro, sin referirse a la acusación de manera expresa, la niega tácitamente al llamar a Pedro hijo legítimo de Alfonso XI. En el mismo sentido se expresan historiadores y cronistas que se basan en López de Ayala. Aunque compartimos los justos elogios que se hacen de tan distinguido cronista con respecto a este asunto, es digno de tomar en cuenta que su “Crónica del Rey don Pedro” fue escrita cuando doña Catalina de Lancaster, descendiente de dicho rey, ya se había casado con Enrique III, nieto de Trastamara (211) en matrimonio político destinado a unir las dos estirpes rivales y poner fin a futuras discordias. Es natural, que habiéndose escrito la Crónica en una época en que el interés de la monarquía castellana era borrar el manchón de posible ascendencia hebrea, Pedro López de Ayala haya sido obligado a callar todo lo relacionado con ese asunto que además podía herir el honor de la reina Catalina.

Por una parte, la Historia nos ha demostrado que los hebreos, en sus ambiciones de dominio mundial, son muy capaces de hacer cualquier cosa con tal de apoderarse de un reino, ya se trate de cambiar una niña por un infante o de realizar cualquier otro truco que la oportunidad les presente; pero en el caso que estamos analizando, nos parece también posible lo que han afirmado los defensores de Pedro el Cruel, masones o liberales, en el sentido de que la acusación del cambio de infantes fue una mera fábula urdida y difundida por Enrique de Trastamara para justificar su ascensión al trono, fábula que por cierto acabó por ser creída en Castilla y fuera de Castilla y consignada por las crónicas de esa época.

Si en realidad se trató de una fábula, no nos parece imposible que ésta haya sido creada por los mismos judíos que rodeaban e influenciaban al adolescente monarca para inclinarlo a iniciarse en el judaísmo y poderlo dominar por completo.

En apoyo de esta posibilidad está la constante tendencia de los hebreos a conquistar a los grandes dirigentes políticos cristianos o gentiles, inventando que descienden de israelitas. A Francisco I de Francia se lo quisieron demostrar, pero se rió de ellos; al emperador Carlos V también, pero se indignó tanto que mandó quemar al judío que intentó atraerlo en esa forma a la sinagoga; a Carlos II de Inglaterra hasta le falsificaron cuidadosamente un árbol genealógico y algo creyó de la fábula, lo que permitió que los judíos lograron de él algunas concesiones; ante el emperador del Japón llegaron con el embuste de que descendía de las diez tribus perdidas, con la intención de atraerlo al judaísmo y dominar por ese medio al país del Sol Naciente, pero por fortuna, el Mikado los consideró como dementes. No es por lo tanto imposible que este mismo recurso hayan empleado con pedro y que la noticia se haya filtrado al campo enemigo, siendo luego aprovechada por el de Trastamara como bandera contra aquél. Sea lo que fuere, es evidente que Pedro, con sus asesinatos de clérigos, su persecución de la Iglesia y su encumbramiento de los judíos, más obraba como israelita que como cristiano, lo que dio lugar a que se diera crédito a la historia del cambio de niños.

Entre las crónicas que afirman la ascendencia judía de Pedro de Castilla podemos mencionar: la de esa misma época del Rey Pedro IV de Aragón; la también contemporánea de los hechos del padre carmelita Juan de Venette; la crónica anónima de los cuatro primeros Valois; la crónica igualmente de esa época, de Cuvelier y otras, siendo curioso notar que un siglo después algunos documentos relacionados con la biografía del ilustre rabino de Burgos, Salomón Ha-Levi –que al bautizarse adoptó el nombre de Pablo de Santa María, ordenándose sacerdote y llegando a arzobispo de la misma ciudad en que había sido rabino- mencionan que el citado prelado era hijo de la infanta que fue cambiada por el niño judío que con el tiempo era hijo de la infanta que fue cambiada por el niño que con el tiempo fue coronado rey como Pedro de Castilla. La infanta luego casó con el israelita, padre del citado arzobispo. Entre los documentos que mencionan esto como muy difundido rumor podemos citar “El Libro de los Blasones” de García Alonso de Torres, MSS, fol. 1306 (Apellido Cartagena) y la “Recopilación de honra y gloria mundana” del Capitán Francisco de Guzmán, MSS, fol. 2046, compendio, folios 28 v. Y 29 (212). Por su parte, Fray Cristóbal de Santoliz, al imprimir en 1591 la primera edición de su “Vida de don Pablo de Santa María”, daba por seguro que el ilustre rabino, después arzobispo, era hijo de la princesita cambiada por el niño hebreo que después fue rey de Castilla (213).

Con respecto a la intervención de los hebreos en el gobierno de Pedro, además de la confesión de la “Jewish Encyclopedia” que citamos en otro lugar, y de la de distinguidos historiadores israelitas, la crónica de esa época escrita en verso por Cuvelier, dice que:

“...tenía la malísima costumbre, que de todas las cosas cualesquiera que fuesen, se aconsejaba de los judíos que habitaban en su tierra y les descubría todos sus secretos y no a sus próximos amigos y parientes carnales, ni a ningún otro cristiano. Así pues era preciso que el hombre que de tan consejo se valía a sabiendas, debía de tener malas consecuencias” (214).

Otro cronista contemporáneo de Pedro –que asegura que dicho rey y su reino estaban gobernados por los judíos- el segundo continuador de la “Crónica Latina” de Guillermo de Nangis, afirma:

“Que se le reprochaba a dicho monarca, que tanto él como su Casa estaban regidos por judíos, los que existían en gran abundancia en España y que todo el reino era gobernado por ellos” (215).

            El segundo cronista de Beltrán Du Guesclin, Paul Hay, afirma en relación a este punto que los malos consejeros de don Pedro crearon en toda Castilla dificultades, colmándola de asesinatos y sembrando el descontento y desolación; que además inspiraron en el monarca una aversión general para las personas más distinguidas de su reino, quebrantando ese mutuo afecto que liga a los buenos reyes con sus súbditos y a los pueblos con sus príncipes; que don pedro despojó a las iglesias de sus bienes para enriquecer a los ministros de sus abominaciones, renunciando secretamente, según se decía, a su bautismo, para ser circuncidado y que ejerció mil crueldades que llenaron a España de sangre y lágrimas, al reunir en su persona los defectos de los Sardanápalos, de los Nerones y de los Domicianos, estando poseído en toda forma su espíritu por sus favoritos, sobre todo judíos (216).

 

 

 

 

Capítulo Vigésimo Tercero

LOS JUDÍOS TRAICIONARON A SU MÁS GENEROSO PROTECTOR

 

 

Además de las verdaderas matanzas de cristianos realizadas durante esta odiosa dictadura judaica que fue el reinado de Pedro el Cruel, hubo crímenes que por su resonancia estremecieron a Europa, como el asesinato de don Suero, Arzobispo de Santiago, el de Pedro Álvarez, deán de esa catedral, la quema en la hoguera del sacerdote de Santo Domingo de la Calzada y el asesinato del Abad Maestre de San Bernardo, que precipitó la excomunión proveniente del Papa Urbano V, excomunión que al ser comunicada a Pedro, por poco cuesta la vida al representante de Su Santidad.

Pero dejaremos hablar al Padre Fray Joseph Álvarez de la Fuente, a quien debemos los anteriores datos:

“Por esta muerte como dije y porque tenía el rey don Pedro fuera de sus iglesias a los obispos de Calahorra y de Lugo, envió el Papa Urbano V un arcediano que le notificase la excomunión: éste usando cautela, se vino por el río de Sevilla en galeota muy ligera y se puso a la ribera del campo de Tablada, cerca de la ciudad, esperando que pasase el rey cerca y le oyera. Y le intimó las bulas del Papa y escapó río abajo a vela tendida, ayudándole a escapar la menguante de las aguas”.

El ilustre fraile señala que don Pedro se metió al agua queriendo matar al Arcediano a puñaladas, estando a punto de ahogarse porque el caballo se cansó de nadar (217).

En esta época hubo otros muchos asesinatos espeluznantes, pero nos limitaremos solamente a mencionar el de la jovencita inocente e indefensa Blanca de Borbón, hermana de la reina de Francia, que fue la esposa legítima de Pedro, encarcelada y villanamente asesinada después. El cronista Cuvelier, contemporáneo de Pedro, narra el asesinato de la joven afirmando que al consultar don Pedro con un judío sobre la forma en que podría deshacerse de la reina sin que se notase, dicho hebreo, además de su consejo se prestó a cometer el asesinato en unión de otros judíos que la ahogaron en su propia alcoba, dejándola tendida en su cama donde fue encontrada muerta al día siguiente. Y continúa el cronista diciendo que dichos israelitas mataron a cuatro miembros de la servidumbre que querían armar escándalo, y encerraron a otros. Que luego el rey Pedro dijo que no había autorizado tal hecho, mandando desterrar a los judíos asesinos, pero que sólo lo hizo para disimular. (218).

Otro documento de autenticidad incontrovertible nos confirma la responsabilidad de los judíos en este verdadero reinado del terror; se trata del “Ordenamiento de Peticiones” otorgado por el rey Enrique en las Cortes que celebró en Burgos, después de haber sido proclamado rey en el año de 1367, del cual tomamos el texto de la publicación hecha por la real Academia de la Historia de Madrid, en el que contesta el nuevo rey a los representantes de los diversos sectores del pueblo en las Cortes, organismo semejante al parlamento medieval o a los Estados generales:

“Núm. 10.- Otrosí, a los que nos dijeron que todos los de las ciudades villas y lugares de nuestros reinos, que tuvieron muchos males, daños, muertes y destierros, que ocurrieron en tiempos pasados, por consejo de los judíos, que fueron Privados (es decir, Primeros Ministros, o consejeros principales) u oficiales de los reyes anteriores, porque querían mal y daño de los cristianos, y que nos pedían por merced, que mandásemos que ni en nuestra casa, ni en la de la reina, ni en la de los Infantes mis hijos, se dé entrada a judíos ningunos, ni como oficiales, ni como médicos, ni que tengan oficio ninguno”.

            A esto respondemos que tenemos en servicio lo que por este motivo nos piden, pero que nunca a los otros reyes que hubo en Castilla les fue pedida tal cosa. Y aunque algunos judíos anden en nuestra casa, no los pondremos en nuestro Consejo, ni les daremos tal poder porque venga por ellos daño alguno a nuestra tierra” (219).

            Aquí podrá observarse algo sorprendente: Enrique de Trastamara se sublevó contra su medio hermano y obtuvo el apoyo moral del Papa y el material del Rey de Francia y de otros monarcas para destronarlo, alegando que Pedro había apostatado, que practicaba en secreto el judaísmo y que había entregado el gobierno de Castilla a los hebreos; además, por haber enarbolado esa bandera libertadora, había obtenido el apoyo de la nobleza, del clero y del pueblo, y ahora, contradiciendo lo sostenido en su campaña, después de haber triunfado y de haber sido coronado rey, empezaba a utilizar israelitas en su palacio. ¿Qué había ocurrido en el curso de la guerra civil, para que el mismo que había entrado en Castilla matando judíos, después los admitiera en su Corte? ¿Qué hicieron los hebreos para poder evitar una catástrofe que se antojaba definitiva y quedar más o menos bien parados al triunfar el bando contrario? Los siguientes documentos históricos nos descifran el enigma.

            La “Jewish Encyclopedia”, obra monumental del judaísmo moderno, dice que Pedro, desde el comienzo de su reinado, se rodeó de tantos judíos, que sus enemigos llamaban a su Corte “la corte judía”, y que los hebreos fueron siempre sus leales partidarios (220). Esto último era de esperarse, ya que el joven monarca, por entregarse en manos de los israelitas y elevarlos a las cumbres del poder, había provocado la fatal guerra civil e internacional que iba a costarle el trono y la vida. Sin embargo, las crónicas contemporáneas e historiadores, insospechables de antisemitismo, nos dan la evidencia de que es falso que los israelitas hayan sido leales a su incondicional aliado y amigo, sino que por el contrario, cometieron con él la más negra de las traiciones, como acostumbran siempre hacerlo los hebreos con sus mejores amigos y protectores. Para los israelitas nada vale la más sincera de las amistades ni los servicios y favores recibidos, por más grandes que éstos sean. Cuando conviene a sus intereses políticos, son capaces de crucificar hasta a quienes todo lo sacrificaron por favorecerlos.

            El rey don Pedro, en su lealtad hacia los judíos, llegó a cometer tremendos actos de represalia en contra de los que atentaban contra ellos. Dice el cronista y notable literato de esos tiempos Pedro López de Ayala que, cuando Pedro “..fué a Miranda de Ebro, por quanto avian robado é muerto allí los Judíos, é tenian la parte del Conde, é fizo justicia de dos omes de la villa, é al uno decían Pero Martínez fijo de Chantre, é al otro Pero Sánchez de Bañuelos; é al Pero Martínez fizo cocer en un caldero, é al Pero Sánchez fizo asar estando el Rey delante, é fizo matar otros de la villa” (221).

            En el quinto año de su reinado, había dado muestras de generosidad, promulgando un indulto incluso en favor de quienes habían atentado contra el trono, pero en dicho indulto no fueron incluidos quienes habían causado daños a los judíos. Era pues de esperar que éstos le hubieran permanecido fieles en los momentos difíciles. Los hechos, sin embargo, demuestran lo contrario.

            El cronista francés Cuvelier, que fue testigo presencial de los acontecimientos, ya que acompañaba a Beltrán Du Guesclin y a Trastamara en su campaña, dice refiriéndose a la época en que las trágicas derrotas de los ejércitos de Pedro hacían ver claro que el peso de la balanza se había cargado del lado contrario, que después de evacuar Burgos, Toledo y Córdoba, Pedro el Cruel se dirigió a Sevilla y dos de sus consejeros judíos más queridos e influyentes, llamados Danyot y Turquant, acordaron traicionarlo y entregarlo en manos de Enrique en cuanto se les presentara la ocasión (222).

            El culto literato e historiador del siglo pasado José Amador de los Ríos, favorable a los hebreos, confiesa claramente que:

            “Fue también fama en Castilla y fuera de ella, que al presentarse Don Enrique y los suyos en ciertas ciudades, daban en ellas entrada a los bretones de Beltrán Claquin (Du Guesclin) las mismas juderías” (223). (Así llamaban en Castilla a las comunidades hebreas).

            El conocimiento de estas alevosas traiciones de sus protegidos judíos, indignó indudablemente al rey Pedro. El citado cronista francés –testigo de los acontecimientos.- refiere que después de enterarse el rey don Pedro de la caída de Córdoba en manos de su medio hermano, tuvo un fuerte altercado con esos dos consejeros judíos que habían resuelto traicionarlo y que les dijo:

            “Señores, por mal destino me he valido de vuestros consejos hace ya muchos años, por vosotros y por vuestra fe ha sido asesinada mi mujer y falseada mi ley, maldita sea la hora y el día primero en que os tuve a mi lado, pues por mis pecados y por haberos creído, soy echado de este modo de mis tierras. Así os echo ahora mismo de mi Cámara y de mi Corte y guardaos bien de entrar nunca a ellas, sino que ahora mismo saldréis de esta ciudad”.

            Y sigue relatando el mismo cronista que los dos consejeros israelitas entraron en tratos secretos con don Enrique de Trastamara para entregarle la ciudad de Sevilla, en donde se encontraba refugiado don Pedro; arreglando con los Doctores de la Ley de la comunidad hebrea en dicha población que diesen entrada a las tropas de Enrique por el barrio judío. Que sin embargo, tuvo conocimiento muy a tiempo Pedro de lo que los hebreos tramaban en su contra por el aviso oportuno que le dio una bella judía que había sido amante del monarca y lo quería mucho, por lo que al día siguiente, debido a esto, el rey evacuó la ciudad batiéndose en retirada (224).

            Paul Hay, Seigneur de Châtelet, segundo cronista de Beltrán Du Guesclin, señala que don Pedro tuvo conocimiento en Sevilla, por una concubina hebrea que lo amaba mucho y que a escondidas de su padre fue a informarle, que los judíos estaban tramando en secreto un complot de acuerdo con don Enrique de Trastamara, para entregar a éste la ciudad. Noticia que al ser recibida por don Pedro acabó de abatir al desafortunado monarca (225).

            Indudablemente los hebreos, siguiendo su táctica tradicional para controlar mejor al rey, le allegaron amantes israelitas; pero el amor es a veces una espada de doble filo; y en este caso se ve que en la muchacha pudo más el amor que su apego al judaísmo o el temor a las represalias.

            Al leer estas crónicas nos parece cada vez más evidente la peligrosidad de esos núcleos de extranjeros inasimilables que a través de la historia han demostrado nunca ser leales a nadie y estar siempre prestos a convertirse en mortales quintacolumnas al servicio de potencias o fuerzas enemigas, incluso en perjuicio de sus más valiosos y fanáticos protectores o amigos.

            Estos hechos nos explican por qué los hebreos, viéndose amenazados con la victoria del pueblo cristiano de Castilla acaudillado por Enrique de Trastamara, supieron a tiempo infiltrarse en el bando contrario, es decir, en el de Trastamara, para convertir la inminente catástrofe en un triunfo. Esta maquiavélica maniobra ha sido perfeccionada por los judíos a través de los siglos. En nuestros tiempos ya no se esperan a que sus enemigos estén a punto de lograr la victoria, sino que desde que surge la oposición cristiana o anticomunista a sus planes siniestros, destacan elementos a infiltrarse en las filas de dicha oposición para hacerla fracasar, o por lo menos quedar colocados en situación valiosa dentro del campo enemigo, con posibilidad de hundirlo en la primera oportunidad que se presente.

           

            ALERTA A LAS ORGANIZACIONES ANTICOMUNISTAS

 

            ¡Organizaciones anticomunistas del mundo libre! Es urgente que estéis alerta y os defendáis contra la infiltración de elementos judíos en vuestras filas, porque, diciéndose anticomunistas, sólo persiguen adueñarse por dentro de vuestros movimientos para llevarlos al fracaso, aunque de momento, para ganar posiciones, os presten buenos servicios.

            Derrotado Pedro, huyó a Portugal y de allí a Inglaterra, donde logró el respaldo del Príncipe Negro (226), regresando a Castilla con el apoyo del ejército inglés y después con la alianza del rey moro de Granada. En esta fase de la lucha vemos a los hebreos infiltrados en los dos bandos rivales. Habían descubierto ya el secreto de los triunfos futuros: apostar a las dos cartas  para salir ganando siempre. Pero es claro que para lograr éxito en este tipo de maniobras, han acostumbrado los israelitas fingir la existencia de cismas o divisiones aparentes en sus filas, de manera que parezca natural que un grupo se infiltre en un bando contendiente y el otro en el bando contrario. En esta forma lograron después del desastre de Pedro de Montiel, quedar bien situados en el gobierno del vencedor.

            Es sorprendente que Enrique en aquel duelo alevoso que costó la vida a Pedro, haya tenido el cinismo de decirle judío por última vez, ya que el bastardo a la sazón, comprado tanto por las traiciones de los judíos contra Pedro como por el oro que le dieron las comunidades hebreas, les daba acceso de nuevo a su casa, en medio de la justa alarma de las cortes del reino. Así, la lucha que podía haber terminado con una victoria completa de los cristianos, se prolongó fiera hasta desembocar, a fines  del siglo, en las tremendas matanzas de judíos ocurridas en toda la Península el año de 1391 y que indebidamente se han atribuido a las prédicas del sacerdote católico Ferrán Martínez, ya que tales prédicas no fueron más que la chispa que hizo explotar la indignación hasta entonces contenida de un pueblo oprimido, robado, asesinado y extorsionado por los judíos que durante varios reinados habían escalado los más altos puestos en el gobierno, debido a la inconsciencia de monarcas forjadores, con sus complacencias y traiciones, de la Edad de Oro de los judíos en la España cristiana. Esta situación fue de trágicos resultados para los cristianos y también lesiva para los musulmanes cuando hicieron posible la Edad de Oro hebrea en la España islámica.

           

 

 

 

 

 

 

 

[152] Concilio de Agde, Canon XXXIV, en Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo I, p. 413.

[153] Concilio Truliano, Canon II, en Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo III.

[154] Concilio II de Nicea, Canon VIII, en Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo III, p. 819.

[155] Concilio II de Nicea, Canon IX, en Juan Tejada y Ramiro, compilación de cánones citada, tomo III, p. 808.

[156] Joannis Harduini, S.J. Acta Conciliorum et epistolae decretales, ac constitutione Summorum Pontificum, Studio, París, 1714.

[157] Graetz, obra citada, tomo III, pp. 122, 123.

[158] Concilios de Epaone, III y IV de Orleans y de Macon, citados por Gratez, obra citada, tomo III, pp. 39, 40.

[159] San Gregorio, Obispo de Tours, Historia Francorum, tomo VI, p. 17.

[160] Rabino Jacob S. Raisin, obra citada, p. 440.

[161] Concilio de París, citado por Graetz, obra citada, tomo III, pp. 39, 40.

[162] Rabino Jacob S. Raisin, obra citada, p. 438.

[163] Concilio IV de Orleans, citado por el Rabino Jacob S. Raisin, obra citada, p. 439.

[164] Josef Kastein, obra citada, p. 229.

[165] Rabino Jacob S. Raisin, obra citada, p. 439.

[166] Graetz, obra citada, tomo III, pp. 40, 41.

[167] Heinrich Graetz, History of the Jews (Historia de los judíos). Filadelfia: Jewish Publication Society of America, 5717 (1956). Tomo III, Cap. V, p. 142.

[168] Rabino Josef Kastein, History and Destiny of the Jews (Historia y destino de los judíos), traducida del alemán por Huntley Paterson. Nueva York: Garden City Publishing Co., 1936. Parte IV, p. 252.

[169] Rabino Jacob S. Raisin, Gentile Reactions to Jewish Ideals (Reacciones de los gentiles al ideal judaico). Nueva York: Philosophical Library, 1953. p. 441.

[170] Para distinguir a los judíos de los musulmanes, el Gran Califa obligó a los primeros a llevar una insignia amarilla en el vestido.

[171] H. Graetz, obra citada, tomo III, Cap. V, pp. 141, 142.

[172] Rabino Jacob S. Raisin, obra citada, Cap. XVI, pp. 441, 442.

[173] Rabino Josef Kastein, obra citada, p. 252.

[174] H. Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 161.

[175] Papa Esteban III, citado por el Rabino Josef Kastein, obra citada, p. 252.

[176] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 162.

[177] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, pp. 162, 163. Como estudiaremos después, el profundo contenido del judaísmo, de sus doctrinas y su política secreta jamás son reveladas a los prosélitos de la puerta y sólo son patrimonio de los descendientes sanguíneos de Abraham, es decir, del pueblo escogido de Dios.

[178] Ibid., p. 163.

[179] Los judíos. Su historia. Su aporte a la cultura. Buenos Aires: Sociedad Hebraica Argentina, 1956. p. 186.

[180] En efecto, se le dio culto en Lyon durante mucho tiempo, llegando a ser conocido como San Aguebaldo; y en el breviario de Lyon tenía su propio oficio divino; pero no tenemos pruebas de que la Santa Iglesia haya confirmado esta canonización. Con tales antecedentes, es pues muy explicable que Graetz, que fue tan cuidadoso, lo haya tenido como santo canonizado.

[181] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 164.

[182] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 165, 166.

[183] Graetz, obra citada, tomo III, Cao. VI, p. 167.

[184] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, pp. 167, 168.

[185] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 168.

[186] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 168.

[187] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 170.

[188] Amolón, Tratado contra los judíos, publicado en Biblioteca “Patrum Maxima”, tomos XIII y XIV.

[189] Concilio de Meaux, citado por Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, p. 171.

[190] Graetz, obra citada, tomo III, Cap. VI, pp. 172, 173.

[191] Rabino Josef Kastein, obra citada, pp. 252, 253.

[192] Gutierre Díez de Gámez, Crónica de Pedro Niño Conde de Buelna. Esta crónica fue escrita en el año de 1495. Los datos se toman de la edición de Madrid, 1782; Pedro López de Ayala, Crónica del rey don Pedro, años I, II, III, IV y ss., esta crónica fue manuscrita por su autor en la segunda mitad del siglo XIV; José Amador de los Ríos, Historia de los judíos de España y Portugal, Madrid, 1875. Tomo II, pp. 220 y ss.

[193] Pedro López de Ayala, Crónica del rey don Pedro, año V, Cap. XXXV.

[194] Otros niegan veracidad a esta versión.

[195] Prosper Mérimée, Histoire de don Pedro I, roi de Castille. París, 1848, pp. 182, 183.

[196] José Amador de los Ríos, obra citada, tomo II, Cap. IV, pp. 223, 224.

[197] Bédarride. Les Juifs en France, en Italie et en Espagne. 12 edición. París: Michel Levy Frères Editeurs, 1861. p. 268.

[198] Cuvelier, Histoire de Messire Bertrand Du Guesclin, manuscrita en verso por el cronista y mandaba escribir en prosa por Juan de Estonteville el año de 1387. Traducción española de Berenguer. Madrid, 1882, pp. 108, 110.

[199] Paul Hay, Seigneur de Châtelet, Histoire de Monseigneur Bertrand Du Guesclin. París, 1666. Libro III, Cap. VI, pp. 92-94.

[200] Prima Vita Urbani V, edición Bosqueti, colección “Cum vetustis codicilius”, publicada por Baluzius en su Vitae Paparum Avenionesum, ed. París, 1693. pp. 374, 375, 386; Matteo Villani, Historia. Florencia, 1581. Libro I, Cap. LXI, pp. 30, 31: Abou-Zeid-Abd-er Rahman, Ibn-Khaldoun, Historia de los berberiscos, traducción francesa del Barón de Slane. Argel, 1865, tomo IV, pp. 379, 380; Jean Froissart, Histoire et Chronique Mémorable. París, 1514, Vol. I, Cap. CCXXX, p. 269 y Cap. CCXLV, p. 311.

[201] Nicole Gilles, Les Annales et Chroniques de France. París, 1666, p. 93.

[202] Gutierre Díaz de Gámez, Crónica manuscrita de Pedro Niño Conde de Buelna, ed. Citada, pp. 14-21.

[203] Sumario de los reyes de España, compendio inserto en la edición de Liaguno y Amirola de la Crónica de don Pedro Niño. Madrid, 1782, Cap. XC.

[204] Antonio Ferrer del Río, Examen histórico crítico del reinado de don Pedro de Castilla, obra premiada por voto unánime de la Real Academia Española. Madrid, 1851, pp. 208-211.

[205] Paul Hay, Seigneur de Châtelet, crónico citada, p. 93.

[206] Louis Duchesne, maestro de sus altezas reales, los señores Infantes de España, Compendio de la Historia de España, traducción española del P. José Francisco de la Isla. Madrid, 1827, p. 172.

[207] Juan de Mariana, S.J., Historia General de España. Valencia, 1785. Tomo II, libro 17, Cap. V, p. 59.

[208] Academia de la Historia, Privilegios de dicha Iglesia, p. 18.

[209] Paul Hay, Seigneur de Châtelet, crónica citada, libro III, Cap. VI, p. 94.

[210] Continuación de la Crónica de España del Arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, publicada en el tomo 106 de la “Colección de documentos inéditos para la historia de España”, pp. 92, 93.

[211] Pedro López de Ayala, en el capítulo XIII del año V de su Crónica del rey don Pedro, dice de doña Catalina “que es agora muger del Rey Don Enrique”.

[212] Debemos la noticia de tan valiosos manuscritos a la diligencia del culto historiador José Amador de los Ríos, obra citada, tomo II, Cap. IV, pp. 210, 211.

[213] Juan Bautista Sitges y Grifoll, Las mujeres del rey don Pedro I de Castilla. Madrid, 1910, pp. 178, 179.

[214] Cuvelier, crónica en verso citada, mandada escribir en prosa por Juan de Estonteville, p. 107.

[215] Continuatio Chronici Guillemi de Nangis, publicada en el “Specilegium sive Aliquot Scriptorum qui in Galliae Bibliothecis delituerant”. París, 1723. Tomo III, p. 139.

[216] Paul Hay, Seigneur de Châtelet, crónica citada, ed. Cit., p. 93.

[217] Fray Joseph Alvarez de la Fuente, Sucesión real de España, p. 79.

[218] Cuvelier, crónica citada, ed. Cit., pp. 111-114.

[219] Cortes de los antiguos reinos de León y Castilla. Madrid: Real Academia de la Historia, 1863. Tomo II, pp. 150, 151.

[220] Jewish Encyclopedia, vol. XI, vocablo Spain, p. 493, col. 2.

[221] Pedro López de Ayala, Crónica del rey don Pedro. Abreviada, nota 1 del Cap. VIII del año IX, p. 504, tomado de la Crónica de los reyes de España, Biblioteca de Autores Españoles, vol. LXVI, p. 504.

[222] Cuvelier, crónica citada, p. 143.

[223] José Amador de los Ríos, obra citada, edic. citada, tomo II, p. 253.

[224] Cuvelier, crónica citada, edic. citada, pp. 143-146.

[225] Paul Hay, crónica citada, edic. citada, libro III, Cap. XII, p. 110.

[226] Justo es aclarar que cuando el caballeroso Príncipe de Gales se convenció que Pedro lo había engañado y que era mala la causa que éste sostenía, le retiró su apoyo.

 

[ Transcripción fiel del tomo II del libro de Pinay, Maurice. Complot contra la Iglesia (1962). Ediciones “Mundo Libre”. México. 1985. ]

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